jueves, diciembre 27, 2007


Un gran escritor no podría ser grande si no estuviera asistido por el espíritu, por el otro, que es el injerto de algo que no tiene nada que ver con el animal que somos. Uno habla y uno escribe cuando vale la pena hacerlo, porque es el otro el que te manda decir y escribir las cosas.

Juan José Arreola, Memoria y Olvido, 1994.


miércoles, diciembre 26, 2007

Song for the Unification of Europe II

ΠΡΟΣ ΚΟΡΙΝΘΟΥΣ Α'
13 ᾽Εάν ταῖς γλώσσαις τῶν ἀνθρώπων λαλῶ καὶ τῶν ἀγγέλων, ἀγάπην δὲ μὴ ἔχο, γέγονα χαλκός ἐγῶν ἢ κύμβαλον ἀλαλάζον.
2 ἐὰν ἔχω προφητείαν καὶ εἰδῶ τὰ μυστήρια πάντα [...] ὣστε ὄρη μεθιστάναι, ἀγάπην δὲ μὴ ἔχω, οὐθέν εἰμι.
4 ῾Η ἀγάπη μακροθυμεῖ, χρηστεύεται· ἡ ἀγάπη, οὐ ζελοῖ, οὐ περπερεύεται, οὐ φισιοῦται.
7 πάντα στέγει, πάντα πιστεύει, πάντα ἐλπίζει, πάντα ὑπομένει.
8 Ἡ ἀγάπη οὐδέποτε πίπτει· εἴτε δὲ προφητεῖαι, καταργηθήσονται· εἴτε γλῶσσαι, παύσονται· εἴτε γνῶσις, καταργηθήσεται.
13 Νυνὶ δὲ μένει πίστις, ἐλπίς, ἀγάπη, τὰ τρία ταῦτα· μείζων δὲ τούτων ἡ ἀγάπη.

miércoles, noviembre 28, 2007


Otro antiguo, pero significativo

Recordando la fecha de
tu cumpleaños, te rememoro
así: alta como no lo
serás nunca; lo mismo que
rubia, y con tus manos que
sí serán las mismas de
siempre. (Pero ahora mágicas,
porque con ellas haces vibrar
todo a tu alrededor)

Aunque no tengo nostalgia
de tu presencia, te sigo
viendo como la última
vez que estuvimos en el
mismo sitio: adivino
tu cuerpo blanco sin otro
par de cosas que tu vestido
negro y tus sandalias
iguales pero de verano.

Y es la misma emoción de
siempre que no me dejará
nunca, la que acompaña
todos los momentos, entre
tus leoninos rasgos, y el
sabor inevitable de tu
voz que meciéndome me
lleva contigo a diario,
donde quiera que estés.

¡Sonríeme como solías
hacerlo, para estar
feliz nuevamente!
Porque aunque David no
cante, lo he rescatado
de la muerte, como a ti,
sintiéndonos alegres de
pensar en ti estándolo,
aunque ignorándolo, lo presientas.

Nueve veces lo he pensado
y tienes razón: no sólo
congénita, sino sofocante:
esta locura será por siempre.

sábado, noviembre 17, 2007

Para que se deleiten la pupila…


…con las de ella, otra imago de Ash.

Todo el crédito es tanto para el autor de la fotografía como para el responsable de escanearla. ¡Salud!

miércoles, octubre 31, 2007


Uno más para terminar por hoy:


Esplende pura en el
alto cielo la luna;
y bajo su luz he
dibujado tu perfil
con mi mirada; así
ni el estratega quemando
sus naves podrá borrarlo.

Fragmento de luna
tu rostro, que recortado
entre las sombras,
asemeja al de los
ángeles de la penumbra.

Tu luz llena mi
melancolía, absorto,
maravillado de
iridiscencias azules:
es tu sonrisa la que
me aguarda por siempre.

Sigo en adelante
con la memoria
tu faz azulada:
terraza de audiencias
a ese claro de luna,

que pese a lo nuevo
de este ciclo, finalmente
venciendo, resurgirá.


¡Salud a todos!




Hoy algo de mi cosecha. Aunque un poco viejo espero les guste.


Extraña mía,
cuánto camino
para llegar a tu
lado; cuánta
espera inagotable
que me ha gastado
todos los días,
como el agua
de los ríos a
la tierra.

Me tienes en
tu boca, porque
tu boca me
aprisiona y
me pronuncia;
me formulas como
una palabra que
sólo Dios y tú
saben articular.

Adivinándote todos
estos siglos, me
adivinaste; regocijo
que nos perderá,
pero en otro momento,
no ahora que en tu
boca me tienes.



sábado, agosto 25, 2007






En el 108 aniversario del natalicio de Jorge Luis borges, comparto con ustedes el que es, quizás, el más conocido cuento del autor argentino.







El Aleph

O God, I could be bounded in a
nutshell and count myself a King of
infinite space.

Hamlet, II, 2.

But they will teach us that Eternity
is the Standing still of the Present
Time, a Nunc-stans (as the Schools
call it); which neither they, nor any
else understand, no more than they
would a Hic-stans for an Infinite
greatnesse of Place.

Leviathan, IV, 46

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.

Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. «Es el Príncipe de los poetas en Francia», repetía con fatuidad. «En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.»

El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.

—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable— en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...

Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.

Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.

Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1).

Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:

Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
que da al corral de ovejas catadura de osario.

—Dos audacias —gritó con exultación—, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.

Hacia la medianoche me despedí.

Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, «para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer». Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el «salón-bar», inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:

—Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.

Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, «que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro». Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios». Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, «porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad». Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.

Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.

A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió —salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.

El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

—¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.

No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.

El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.

—Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.

—¿El Aleph? —repetí.

—Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.

Traté de razonar.

—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?

—La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

—Iré a verlo inmediatamente.

Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.

En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:

—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.

—Una copita del seudo coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!

Ya en el comedor, agregó:

—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.

Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.

—La almohada es humildosa —explicó—, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.

Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Sentí infinita veneración, infinita lástima.

—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman —dijo una voz aborrecida y jovial—. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!

Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:

—Formidable. Sí, formidable.

La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:

—¿La viste todo bien, en colores?

En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.

Postdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de «trozos argentinos». Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura (2). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, «redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio» (The Faerie Queene, III, 2, 19)—, y añade estas curiosas palabras: «Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería».

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

A Estela Canto.

(1) Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuitados, el factor HERMOSURA!

Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema

(2) «Recibí tu apenada congratulación», me escribió. «Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesarás —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de lo rubíes».

sábado, junio 23, 2007


Rachel Hurd-Wood



Para acceder, click en la foto. Que lo disfruten.


Henry James Draper, Ulysses and the Sirens, 1909.


Sobre Henry James Draper:

www.victorianweb.org

www.en.wikipedia.org


Y para que aprecien su obra aunque sea mínimamente:

www.artrenewal.org

Hasta la siguiente.


Debido a la desaparición del anterior video de Aish, he encontrado otros dos. Prometo buscar el desaparecido y subirlo después. Como notarán el lugar para admirarla es:

www.aishwarya-forever.com

Pero si le dan 'buscar' en YouTube, podrán ver algo así como 22,000 entradas. ¡Nos vemos!








jueves, marzo 22, 2007




Character profile: Tomás Tomás.

This character profile was written by Sólo con tu pareja screenwriter Carlos Cuarón, in 1990, as a way to help actor Daniel Giménez Cacho get to know his character. It was translated for this release by Mariana Carreño King.

ACCORDING TO MRS. JIMENA JIMÉNEZ DE TOMÁS, the birth of her only son was the most painful event in the history of humanity. "I begged the doctor to rid me of the pain. I told him that I'd keep the abscess if he wanted me to, that he didn't have to take him out. I bet Toamsito felt the same way, because he seemed to be clutching to the uterus walls with his tiny hands. It wasn't like that with Ramona. With her, it was hard work, but I felt no pain. Something to do with the gender difference," she declares to the magazine Submissive Mothers. The pain of childbirth rapidly turned into an overprotective mothers' unrivaled love, which, as time passed, became a model of dedication for the readers of Mrs. Jimena's favorite magazine.

When her husband, Mr. Tomás Tomás Tomás, visited her at the hospital, her heartlessly declared, "That child doesn't look like me." An odd statement since, according to one of the family's neighbors, "Tomás and his sister Ramona looked like twins, even if she was four years older."

Tomás grew up under his mother's skirt, which is why —some say— he couldn't help his fondness for grabbing bottoms, even as a grown man. Truth be told, his manual abilities crowned his innate charisma. His grandmother, Elisa Elías, widow of Jiménez, always remembered the first time she laid eyes on him, when she said, "This child is so handsome that he deserves at least a thousand queens." To which the infant responded with a wink, squeezing her left breast with his diminutive hand. That day Grandma suffered a sudden fainting spell and was lucky that a nurse was there to catch her.

Tomás lived his first years with the pleasure and suffering of his nature. He rejoiced and endured caresses and pampering from whoever came in contact with him. He experienced the happiness and the bitterness that come with being a ball passed from hand to hand, like a fetish or a lucky charm. Two people, however, were immune to his precious gifts: his father and his sister Ramona.

The antagonism between Tomás and his progenitor originated during Mrs. Jimena's labor and ended one day when Mr. Tomás looked at his eight-year-old son and told him with a smile: "You will be a real man." Ramona stuck his tongue out, and Mr. Tomás went to buy a pack of Raleighs, never to return. Nobody knew if he left with another woman or if he was run over by a bus or if he just got lost among the airplanes at the airport, which was his only true passion in life. They looked for him for two years, but they didn't try very hard.

While Mr. Tomás lived at home, his sole consolation was Ramona, a devotion that divided the family into two camps. Ramona and Mr. Tomás were Club América fans; Tomás and his mother backed the Red Sharks, from Veracruz (Mrs. Jimena could never forget her native region). A simple soccer match could turn into civil war, a sacred crusade, a clash of profound ideologies, all to end in a Pyrrhic victory, because ties didn't exist in their world.

During that time, Ramona lived in her father's pocket as much as Tomás lived under his mother's skirt. She despaired over how her brother was pampered by the whole world while she was ignored like a nun in a brothel. She hated in when Tomás learned to walk: "The big idiot used to follow me everywhere. He'd catch me and hugh me and give me a wet kisses. I couldn't do anything, because I always had Mother's eye on me," she confessed to her best friend, before eloping with a hippie from San Francisco et eighteen. "Although one time, I solved the problem by tying his shoelaces together. Of course, as a result, I got my mothers shoe —and my dad's complicit smile."

But if Tomás's walking had been torture, his acquiring language had been even worse: "Dramona! The brat used to call me Dramona! Can you fucking believe that?" she complained bitterly to the same friend on that occasion. The last straw was Mr. Tomás's unanticipated departure. The latent, not fully acknowledged standoff in the family was broken, and the balance shifted to one side. "I had to root for the fucking Red Sharks, man. That really hurt," she confessed to her boyfriend, when they were living in Berkeley. Ramona never understood why, if he and Tomás looked so alike, she never earned the world's attention. Tomás never understood why, if Ramona was his very first and truest love, she always dealt him a rejection card.

More than giving him a thorough education, school taught Tomás to use his charisma. He learned how to manipulated his personal charm at will. It took some time, because ever since first grade, the girls enjoyed chasing him during recess to shower him with kisses. Tomás confided to Mateo Mateos, his intimate friend as a grown man: "At the beginning it was fine. But then I grew scared of the sound of the recess bell. At six, a kiss is a pinch, and a pinch a kiss. In general, I let them all have a go at me, except stupid Claudette Clouthier, always full of lipstick and wearing fake nails."

During that year, Tomás learned to keep a reasonable distance from women, a lesson he forgot in fourth grade, when he sat on Alvarita Alvarado's desk and broke it, and they both fell to the ground, she on top of him. "I swear, in preschool, I was awed by the little 'slit' of the girl I showered with after a swimming class. But it was way cooler to feel Alvarita's 'slit' on my belly button. It wasn't natural: there was no dick or balls. It was like a mysterious void." Incidentally, after that day, Tomás decided to uncover the secret mystery that girls hid between their legs.

Feminine sexuality became an intriguing and confusing issue. Some time before, during the first semester of his second year in elementary school, the teacher confiscated his copy of Time Life's Book on Reproduction, alleging it was pure pornography. Years later, Tomás discovered that this confiscation was the result of the teacher's profound ignorance, since she was about to get married and had to learn one way or another how things were done. Tomás, probably just like the teacher, thought babies were born like chickens: a roster mounted a hen and out popped the eggs; that the father bought tiny seeds in the market and planted them in the mom's belly button, and then she fed them and made them grow. It was a sufficient explanation, and he didn't care to know the details. But the episode with Alvarita, and the fact that his mother family convinced him to go to the barbershop, were the greatest lessons of his sexual education.

Sebas, the barber, was the first person to show him a collection of porn magazines. Tomás was surprised to find a bigger mystery than he had suspected in the pictures. That, and Sebas's indictment that "women have everything to hide and nothing to show," left him in a limbo of speculation. Tomás's change in attitude and the crew cut that he maintained religiously intrigued Mrs. Jimena. One Friday the thirteenth, Mrs. Jimena decided to visit her son at the barbershop, and was mortified to find him, wide-eyed and pupils dilated, hunched over a page full of blond pubes, while Sebas snipped away and repeated, "Stop playing with your weenie." From that day on, Tomás went back to letting his hair grow.

As he matured and grew taller, Tomás's charisma focused even more specifically on women. His late two years in elementary school were marked by the antipathy of other men and the extraordinary candor of women. When he was late for the first day of classes in sixth grade, the principal told him: "Late, always late. Why so late? Are you Tomás Tomás or Tomás Tardy?" Tomás replied, "Better to come late than not at all." The principal did not think the philosophical precocity of his charge was funny and sentenced him to remain on his feet outside his office for the duration of the day. Tomás used his time wisely and carved a hole in the wall between the water fountains and the women's bathroom. "The principal thought I was very thirsty, because of the heat, but I actually made the hole quit fast and peeked through it every time a junior high schooler went to the bathroom. The elementary school girls I could picture, but the junior high schoolers had something else, like the girls in Playboy," Tomás confessed years later to Manuela Manuel, a psychologist with whom he had a very short treatment, since they ended that first session clinging to each other on the couch. She suffered a crisis over professional ethics, and enrolled in an intensive course with Dr. Skinner. Tomás was convinced that the ingenious therapy cured his premature ejaculations.

The ascent to seventh grade was painful wall to climb. It wasn't easy for Tomás to accept the physiological changes that characterize puberty. Cristina Cristiani, Tomás's passionate sixth-grade love, matured during the summer between sixth and seventh grade, and shed her flat-slab childhood self to become an adolescent with nascent hips and breast. Tomás saw her that first day of school, couldn't believe his eyes, and stopped talking to her for two and a half years. "I stopped talking her until we both reached about the same level. When I talked to her again, I wasn't interested anymore, because she only had eyes for high school guys. You might think it's stupid, but when you see the girl you loved growing up, and you have only three trees in the forest, you feel offended," he revealed to Clarisa Negrete, his wife, during their honeymoon in Huatulco.

While he came to terms with his body transformation, Tomás focused on feeding his cynicism, which was as much a part of his charisma as dirt is of nails, a disposition that he never feared, since he felt protected by his innate charm, which his classmates so envied. In eight grade, someone pulled his gym shorts down in front of the whole class, and the geography teacher, leaving him in his underwear and displaying half of his butt, covered her mouth with her hands and said, "Ay, Tomás! Pull up your pants! Or do you want to show us your underwear all day?" "Whoever pulled them down should pull them back up," Tomás responded. "And at least I'm wearing underwear." The teacher blushed suddenly and rushed out of the classroom in tears, an act that symbolized the reality of national education for decades to come.

One fateful day, during his junior high school year, Tomás decided that should resume the mission he had inadvertently begun when a Alvarita fell on top of him. He dumped Cristina Cristiani, because she had become a consecrated diva, and after carefully observing all the schoolgirls, he finally chose Lorenza Lorenzo. "Little Lorenza was a darling. She'd cook me these little cakes... and she was a tiny twat —like this big— really tiny. She was a year older than me but looked like she was two years younger —a little tiny teeny-weeny thing. I swear. But I think I made the damn mistake of believing I was in love with that, that... compact model, brother," he told Takeshi Shudato, famed gynecologist, who would later become the solution to his work problems, in a period of global crisis, during a drinking binge in Garibaldi that seemed to go forever.

If Tomás didn't fall in love with Lorenza, he yielded to the temptation of experiencing firsthand the hidden secrets of women. One night, they ended up naked on the bed of Lorenza's parents, who were away on a shopping trip in Houston. "I couldn't, Mateo. I felt her father's steps coming into the room, and I chickened out. I got dressed, and I left without saying a word to her," he confided to his best friend, during a night of half-true confessions, since he'd never dare tell Mateo what he'd done with his wife, Teresa, before Mateo married her. The steps Tomás felt were not Lorenza's father's, but his sister Ramona's, the one he could never truly reach and with whom he could never consummate the incestuous love he always desired. "I think at the time, Tomás wanted to touch me just to feel what it would be like to touch himself. We look, so much alike... And the motherfucker loved himself too much," Ramona told Sidhananda, during a summer in India, before the guru tricked her out of two thousand dollars.

High school radically transformed Tomás's universe. Lorenza had taken it upon herself to publicize Tomás's failed night, and around the same time, Ramona eloped to San Francisco with Boogie Joe, a hippie she met out the warm sands of Paraíso, in the Mexican state of Guerrero. The earth ceased to be a decent place to live. Tomás returned to find refuge under the skirt of his mother, who devoted herself to taking him to concerts, exhibits, lectures, conferences, movies, the theatre, and every other activity she deemed worthy of her class. "My mother left me a lot of money, and I have to maintain my children's social status. Just don't let them learn English, because then they'd feel superior to you," Tomás heard the gossip to her best friend, at a bakery at the intersection of Monterrey and Tehuantepec streets, since she never wanted to leave her house in the Roma neighborhood. Tomás didn't contradict his mother's ideas, because in reality, he favored staying with the platonic love he'd found in the solitude: the TV.

In high school, Tomás learned another use for his natural charm. He put in neutral, with just enough magnetic force to pass his classes with a smile, since he preferred to devour the screen of his Philips than to lay eyes on the meager notes he managed to write. In school, Tomás was ignored by women and returned the favor, until just before graduation, when he experienced his first drinking binge, lost control of his gift, and ended up between Andrea André's legs. The next day, she confessed to her best friend: "Motherfucker came in a jiffy and couldn't stop calling me Ramona. Who's that slut, eh?"

"That fucking bitch took me to the cleaners," Tomás said to Takeshi, chugging a shot of tequila with Sprite and slamming the glass on the table, during that epic drinking night in Garibaldi.

After Tomás discovered women's hidden secrets, it didn't take him long to realize that those mysteries vary from person to person, so he dedicated himself, body and soul, to deciphering as many as he could. He would put a mark on his bed's headboard for each women who fell for him, just as fighter pilots put a marks on their fuselages for the planes they've taken down. But in an afternoon full of bed omens, Mrs. Jimena learned the meaning of all those marks and kicked him out of the house. Two days later, she had the entire police force looking for her son. They found him in the arms of Gloria Gold, a rich publicist who had just founded her own advertising firm. Mrs. Jimena forbade Tomás to see that "daughter of a whore and kosher dad." And if Tomás didn't see Gloria for four years, that night still marked him, and the next morning the woke up eager to study advertising.

"Advertising?! Jews own that industry, not apostolic Roman Catholics! If you enroll for that, I'll stop talking to you, Tomasito. I'm serious, you hear?" his mother told him when she found out his plans. The intrusion, however, reaffirmed Tomás's vocation, since he had learned how to replace his mother's skirt with any skirt that crossed his path. Before his mother stopped talking to him, Tomás wanted to make two things clear: "I'm not Catholic —and don't call me Tomasito." Mrs. Jimena, shedding a sea of tears, left for her bridge match to share her grinding grief with her fellow players.

In college, Tomás discovered his talent for using words to manipulate people, with the sensible goal of taking advantage of them. His love for TV screen had paid off. His charisma strengthened his language skills, and he modulated it with cynicism. There was nobody who didn't admire his wit, which he devoted to the creation of subliminal commercials. He made such an impact that he became legendary. "It's easier to manipulate in private universities, because the population remains in a state of doltishness," he said to Gloria Gold, during his job interview to join Care, Affection & Co. It was clear that Gloria was impressed with Tomás's words, by virtue of not understanding them. The reason she hired him, though, was that that same afternoon, they ended up on top of an artist's drafting table (the artist had to repeat the day's work, for obvious reasons). From that night, when the police caught them in the act, they both liked the idea of living dangerously —until Gloria found out Tomás's true raffish life.

As an exemplary student, Tomás enjoyed the favors of all of him female classmates. Instead of marking his bed's headboard, he gave them slogans. The best known was "Colombina: not a loser, not a winner," a line that the aforementioned young woman plagiarized for a Bacardi advertising campaign. Tomás filled a notebook with slogans, but the most often heard comment from his victims was: "Why so quick? Why didn't you wait for me?" Tired of hearing the same remark, Tomás looked for the ugliest woman he could fined. One day, in the school cafeteria, he stumbled into Teresa de Teresa, philosophy student, and he thought that a women whom the gods had so obviously forgotten could be the solution to all his troubles. And she was. Teresa told him the same thing other women had, but she recommended Manuela Manuel, expert psychologist in problems of frigidity and premature ejaculation.

Tomás left college, with honors and the admiration of his classmates and French and linguistics teachers, to encounter the brash reality of a world that moves at 365 revolutions per year. Joining Gloria Gold's advertising firm was, as he told his mother, "a pice of pie." Mrs. Jimena didn't find her son's assertion very funny, nor that work meant Tomás's moral, social, and economic independence. Resigned, she accepted her cherub's move and gave him a microwave as a gift. "These little ovens are very practical for bachelors. They heat food superfast, and you don't need to known how to cook," she told him at the threshold, since she always refused to look at "the smelly hovel you call home."

Working efficiently and happily in his newfound independence, Tomás devoted himself to exploring the cure that Manuela Manuel had given him. His rate of success with women was such that some of them nicknamed him Metropolis, to which Tomás responded, in the hoarse tone of Sam Spade, "Darling, I never crumble." Then he would turn to the bartender of the Hipophysis, his favorite hangout, and order with poise: "Mani, two Bloody Marys to go. Crushed ice and no celery."

When Tomás left the maternal nest, he established a friendship with Mateo Mateos, who moved into the same building around the same time. One night, already settled, Tomás invited Mateo to his apartment —where fewer boxes were strewn— for a drink. There, Mateo told him, "Pane lucrando [my daily bread], I'm devoted to women." Tomás found it incredible that someone like him existed, someone to exchange experiences with. He discovered how mistaken he was late into the night, and after many drinks, when Mateo confessed, "What I like most about being a gynecologist is that you are like the stork." If hours before Mateo had been an extraordinary man, he now briskly became the most admirable man in the whole of creation. "You bastard! Doc, seeing and touching so many damn women and not getting a hard-on... I tip my hat to you!" Mateo blushed, because although to him women had always been nature's masterpiece and the ideal object for scientific experimentation, Tomás had touched his darkest side: the morbid desire for a woman outside of his office. "You have really touched so many women only with your own instrument?" he asked Tomás, before passing out hugging a Marilyn Monroe poster, which he ruined.

Mateo and Tomás became great friends, because they were two sides of the same coin. Mateo became Tomás's doctor and confessor; and at the same time, Tomás became Mateo's escape from his repressed fantasies. One night full of shooting stars, they went to the Hipophysis. Mateo disliked the place the moment he set foot inside, but he found something that would lure him there for the rest of his life. "Who is that strange beauty, so like a women from El Greco?" he asked Tomás, pointing to Teresa de Teresa. Tomás introduced them after Teresa asked him if he overcome the little problem with his quick trigger. Then he left with Teresa's friend, Bubbles.

If Mateo fell madly in love with Teresa and managed to marry her six months later, the night that Tomás invited Bubbles to his place managed to be a night of failures. They engaged in a never-ending argument about the meaning of the Sixth Commandment according to Saint Agustìn, San Juan de la Cruz, and Santa Teresa de Jesús, topics that made Tomás sleepy and Bubbles furious, after which she produced a joint from her bra and said, "You have to try this grass —pure monkey shit." Bubbles became as catatonic as the Sphinx, staring at the desert from where thou shalt not commit adultery.

Tomás's life followed its course through a list of women for whom he would later be forced to write slogans. He did his job and did hid boss. Gloria never knew about the collection of secrets that Tomás kept, until the day she found out and fired him with the accumulated fury of Yahweh.

One afternoon of what appeared to be electrocuted sparrows, Tomás worked diligently on the creation of a slogan for an advertising campaign for engagement rings. After many failed attempts, he looked through the window and saw how a male sparrow mounted its mate. It shook its wings and trembled in ecstasy as fast as a warble and then disengaged, flew away, and perched on a cable, where, upon receiving the price of light, it fell with bristled wings. "Fucking bastard bird. You died alone, and I'm also going to die alone. I have no one to give a diamond to, because I'm an idiot. There's no clean snow left in the whole pigsty, and I'm the biggest hog," he told the sparrow's corpse, while pushing it from the windowsill, where it had fallen.

It took two weeks for Tomás to come up with the slogan, which turned out to be "The strength is in the union" and which Gloria anded up using in a campaign for Resistol Glue 250. What at the beginning was a quick and smooth creative process became a torture that would last hours, days and weeks, without yielding results. Gloria was concerned and thought that the solution lay in Tomás adapting to the dynamics of modern times, so she gave him a computer with the most sophisticated software. Facing the color monitor, Tomás spent his days thinking that he had nothing to think. Every once in a while, he managed to concentrate on the electronic version of Snakes and Ladders. The fact that he had to finish projects that he couldn't finish made him sick. And if he didn't get sick, he forced himself to get sick with the aid of a thermometer and a 100-watt lightbulb. He would call Mateo to get a remedy. At first, the gynecologist would tell him, "You know perfectly well what your remedy is."

Tomás knew well the only way to cure himself, avoid work, and do it his way: get tangled between the legs of a woman, enjoy the pleasure and the moment, then feel empty, think about his sister Ramona, who lived with her second husband, a Norwegian founding member of Greenpeace program Save the North Sea Whales, and convince himself that he would never have anyone to give a diamond ring to. "On the outside, I appear fine to everyone, always problem-free. But deep within, I felt something was missing," he confessed before his death To Susan Sometimes, a North American who would be the perdition of his soul and flesh, for better and for worse. Tomás strived to escape reality and Gloria through other women. He gradually stopped frequenting his job and his boss. "Gloria was only fun when I was eighteen. But she was my boss, and the boss is the boss, and I have to please her. If with other women I felt bad, with Gloria I felt horrible," he told his wife, Clarisa, during a publicists' conference in Osaka, Japan, years later.

Feeling he had a duty, however, Tomás accepted visiting Gloria to fulfill his obligation as a bedside employee, in a very old bed. "I didn't feel like a Don Juan anymore, as Mateo wanted to see me. I kept forgetting all their names, and the only thing I wanted was to be rescued by an angel. That's really hard when you're doing everything not to find her... Remember how you caught me the other day, Clarisa?" he asked his wife, during the closing ceremony of the same conference, a minute before heading toward the bathroom and bumping into the black omen of Susan Sometimes and her see-through lace for the first time.

In those days, Tomás needed an event to change his existence and straighten the course of his romantic life, even if he never really overcame the temptation of getting other people's women. As Paola Palos, one of his many affairs and a huge fan of all things New Age, would say after hearing a maliciously false rumor, "Things happen at their right moment, not before."


miércoles, marzo 21, 2007


Qué les puedo decir: he estado viéndola:



Más información, sobre todo de los personajes, aquí:

http://criterion.com/

P.S.
Subiré después el perfil de Tomás.

¡Hasta luego!


viernes, marzo 09, 2007



Ésas que allí se ven, vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del campamento de Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de Renieblas y de Peña Redonda...

De la remota ciudad sólo ha quedado una colina cargada de silencio. Y junto a ella, bordeándola, esa ruina de río. El arroyo Merdancho musita su cantilena de juglar, y sólo en las crecidas de junio resuena con épica grandeza.

Esta llanura apacible vio el desfile de los generales ineptos. Nobílior, Lépido, Furio Filo, Cayo Hostilio Mancino... Y entre ellos el poeta Lucilio, que paseó aquí con aires de conquistador, y que volvió a Roma maltrecho y abatido, caídas la espada y la lira, botó ya el fino dardo de su epigrama.

Legiones y legiones se estrellaron contra los muros invencibles. Millares de soldados cayeron ante las flechas, el desaliento y el invierno. Hasta que un día el exasperado Escipión se alzó en el horizonte como una ola vengativa, y apretó con sus manos tenaces, sin soltar durante meses, el duro pescuezo de Numancia.

Juan José Arreola, Elegía.

jueves, febrero 15, 2007


Frente al café que tanto nos gusta, disfruto de una pureza de líneas que sé también te encantaron, tanto como a mí las que te definen. El tiempo es otra enorme distancia que nos separa de este similarmente extraño lugar. Hora de despedida para Miranda tanto como para mí. El frescor de la noche completa el círculo iniciado. Tibia noche que contrasta con tu frío cumpleaños blanco y este azul que se vuelve verde y después negro. Lugar nombrado en el último día, coloreado de algo que te falta, como tú a mí. Coincidirá con tu aniversario en el que tú no me pensarás. Día de despedida, última noche de la tierra. Extrañada luna perseguida, como tú ahora en mis recuerdos.

Día de despedida.

Johannes Veermer, Girl with a pearl earring, c. 1665.


Información de la pintura de Johannes Veermer:
http://girl-with-a-pearl-earring.20m.com/


Acerca de la novela de Tracy Chevalier:
http://www.tchevalier.com/gwape/index.html


Y la película que les recomiendo, basada en la novela de Chevalier:
http://www.girlwithapearlearringmovie.com/site.html


¡Nos vemos!



martes, enero 16, 2007