
Ésas que allí se ven, vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del campamento de Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de Renieblas y de Peña Redonda...
De la remota ciudad sólo ha quedado una colina cargada de silencio. Y junto a ella, bordeándola, esa ruina de río. El arroyo Merdancho musita su cantilena de juglar, y sólo en las crecidas de junio resuena con épica grandeza.
Esta llanura apacible vio el desfile de los generales ineptos. Nobílior, Lépido, Furio Filo, Cayo Hostilio Mancino... Y entre ellos el poeta Lucilio, que paseó aquí con aires de conquistador, y que volvió a Roma maltrecho y abatido, caídas la espada y la lira, botó ya el fino dardo de su epigrama.
Legiones y legiones se estrellaron contra los muros invencibles. Millares de soldados cayeron ante las flechas, el desaliento y el invierno. Hasta que un día el exasperado Escipión se alzó en el horizonte como una ola vengativa, y apretó con sus manos tenaces, sin soltar durante meses, el duro pescuezo de Numancia.
Juan José Arreola, Elegía.
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