martes, diciembre 19, 2006



La poeta Wisława Szymborska





Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad pero
la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
—quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono—,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino
que los acercaba y alejaba,

que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No había revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a la otra, en una consigna.

Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después del despertar.

Todo principio
no es sino una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto por la mitad.

Wisława Szymborska, Amor a primera vista, en Fin y principio, 1993.


Reconstruir los pasos de Miranda en la Antequera, es difícil y sencillo a la vez. Los sitios y el cielo son los mismos: imaginarla fácil. El camino que la llevó y me trajo también es igual; la monotonía y la majestad son otra cosa. Porque si bien el monótono camino para llegar fue igual para ella y para mí, la magnificencia del paisaje a mí me minimiza, me abisma; mientras a ella la deja indiferente, la aburre y la duerme. Miranda dormida camino de la tierra entre las nubes y yo aprendiendo a fumar por una mujer. La rubia y sencilla cauda de Miranda en medio de la verdinegra noche oaxaqueña acompañada de todo lo que es igual a ella; no está sola. Y el velo de Isis que se descorre y por sólo un instante me muestra y hace huésped del paraíso. En esta noche de frío y estrellas todo queda claro para mí: nadie elude a su ciego destino. Tampoco yo. Ésta es la Epifanía. Después todo vuelve a su sitio. Ciudad de extraños, pero curiosamente los mismos de siempre, ésta como todas las demás: maravillosamente horrible. El espacio se acaba como también el tiempo. Animales de costumbres, Miranda salvaje vuelve a la tundra blanca que le hizo nacer, mientras desespero por volver a las mías: hastío conocido pero necesario para mitigar éste otro hastío. Necesidad de silencio, y de gritarlo a los cuatro vientos. Soledad sentida a lado de Miranda. Certeza de que todo quedará inconcluso. Igual que el mundo.

A mis fantasmas.

lunes, noviembre 20, 2006


Desde un claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.

Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas.

Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó en una carta extensa y ardiente, interpolada con poemas juveniles.

Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresurado. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.

Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.

En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.

Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas.

A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, el pie de su altar.

Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.

Juan José Arreola, La canción de Peronelle.



De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto. El maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno, nos puso de modelo el uno al otro.

Dominando mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los dieciocho años un maestro de pintura. A su vez, Salaino me retrató con el ridículo bonete y con el aire de campesino recién llegado de San Sepolcro. El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de dibujar. Decía: “Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa”. Y luego, dirigiéndose a mí: “Tú sigues creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza”.

Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo: “Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos sombríos son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta es la belleza”. Y luego, con un guiño: “Acabemos con ella”. Y en poco tiempo, dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y sombras, hizo de memoria ante mis ojos maravillados, el retrato de Gioia. Los mismos ojos oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa.

Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a reír de manera extraña. “Hemos acabado con la belleza”, dijo. “Ya no queda sino esta infame caricatura”. Sin comprender, yo seguía contemplando aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé inmóvil de estupor. Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. “¡Anda, pronto, salva a tu señora del fuego!” Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de Gioia entre las llamas.

Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro.

Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor, y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un un gran pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la belleza.

Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos ineptas.

La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche.

Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a perderme en el olvido de los hombres.

Juan José Arreola, El discípulo.


jueves, noviembre 16, 2006


Apareció en el umbral de la puerta y lo llenó por completo. Ha venido como todos los días a decir que se va a trabajar y a darme el beso que desde siempre (tiene que ser desde siempre porque ya no recuerdo un tiempo anterior sin el) me da todas las mañanas. Lo escucho, pero esta mañana en que el sol se cuela por mi ventana, lo hago sin demasiada atención: panzón de mierda, como si no supiera que te sigues acostando con cuanta vieja se te cruza por ahí. Pero no es esto lo que me hace sentir ajena; este preciso día me duele mucho más que nunca. Creo que este año no cargo los peregrinos. Cómo extrañaré mi casa azul… pero ni por eso regresaría. Con una chingada si hay que volver a esta porquería de mundo. No sé como o con quién tendría que arreglarme, pero no volveré. Ya lo verán.


Cuando pienso en que todo lo soportado es quizá por alguna razón que no alcanzo a comprender, que ha sido para expresar a través de la pintura lo que sentía, pensaba, deseaba. Lo peor es que por dejar el alma en esos lienzos no me han retribuido lo que, creía, sería justo: siempre andar persiguiendo lo necesario para subsistir. Y no estoy muy segura de que alguien verdaderamente haya comprendido. Quién sabe, algún día, mi obra será estimada, valorada en su apropiado lugar y quiza hasta se pelearán por ella… pude ser, pero para entonces aunque yo estaré todavía aquí en Coyoacán, no podré verlo; ni disfrutarlo.

Miranda entró como cada año al museo que tanto le gustaba. Le quedaba poco a sus vacaciones, pero no quería irse sin visitarlo también esta vez, sobre todo después de la tan traída y llevada película del verano anterior la cual le había fascinado. El cielo eternamente gris le había dado una tregua esa tibia mañana de un raro día de verano, así que recorrió lentamente las pocas salas del museo que ahora le pareció mas pequeño. Pero esta ocasión cada pintura habló a su corazón llegando hasta la última fibra de su ser, ¿o este preciso día se sentía justamente como la autora? Bueno no exactamente como ella, después de todo Miranda gozaba de buena salud. Pero a pesar de su contrastante salud pudo dejarse robar el alma mientras se sumergía en cada lienzo que aparecía ante ella. Los últimos días había aumentado su ansiedad, quería que el tiempo pasara lo más rápido posible, que volara, para estar nuevamente en su hogar. Aunque igualmente pesaba la incertidumbre de lo que sería en adelante su vida; las múltiples barreras a las que tendría que enfrentarse ahora; la desazón de la vida cotidiana tan llena de alegrías pero con todas sus sombras que nunca desaparecen. Extrañaba mucho a su novio, el cual la extrañaba y la celaba más, pues era demasiado dos meses cuando ella decía, no es tan malo tomar vacaciones. Por esta y otras razones que se me escapan, Miranda sintió cada espina que vio en óleo, absorbió el aroma de cada sandía el cual detestaba más que nada (por qué no puede oler como las piñas y los mangos), y se acercó demasiado, incluso para ella, a la muerte retratada en calaveras. Quedó abrumada porque entonces entendió, por primera vez, todo lo que la pintora había pensado en su última tarde, antes de beberse todo lo que pudo para no regresar nunca más.

Y estoy yo, con quien ha soñado Miranda esta tibia mañana en un extraño día de verano, y que desde todos los siglos ha comprendido sus eternos silencios, sus largos ratos acompañados por la soledad, sus horas oscuras. La miro salir conmovida del museo y me mira, pero al tratar de llamarla no me escucha: no puedo hablar porque mi voz se la lleva el viento que súbitamente ha comenzado a soplar y a nublar este sol no esperado. Miranda no me reconoce y así repentinamente como aparecí yo en este sueño que tienes, se transforma y elevándose se va hacia el blanco norte.


Friducia.

sábado, noviembre 11, 2006



Sobre la hierba del prado danza la musa de Aristóteles. El viejo filósofo vuelve de vez en cuando la cabeza y contempla un momento el cuerpo juvenil y nacarado. Sus manos dejan caer hasta el suelo el crujiente rollo de papiro, mientras la sangre corre veloz y encendida a través de su cuerpo ruinoso. La musa sigue danzando en la pradera y desarrolla ante sus ojos un complicado argumento de líneas y de ritmos.

Aristóteles piensa en el cuerpo de una muchacha, esclava en el mercado de Estagira, que él no pudo comprar. Recuerda también que desde entonces ninguna otra mujer ha turbado su mente. Pero ahora, cuando ya su espalda se dobla al peso de la edad y sus ojos comienzan a llenarse de sombra, la musa Armonía viene a quitarle el sosiego. En vano opone a su belleza frías meditaciones; ella vuelve siempre y recomienza la danza ingrávida y ardiente.

De nada sirve que Aristóteles cierre la ventana y alumbre su escritura con una tenue lámpara de aceite: Armonía sigue danzando en su cerebro y desordena el curso sereno del pensamiento, que se jaspea de sombra y luz como una agua revuelta.

Las palabras que escribe pierden la gravedad tranquila de la prosa dialéctica y se rompen en yambos sonoros. Vuelven a su memoria, en alas de un viento recóndito, los giros de su dialecto juvenil, vigorosos y cargados de aromas campesinos.

Aristóteles abandona el trabajo y sale al jardín, abierto como una gran flor que el día primaveral abastece de esplendores. Respira profundamente el perfume de las rosas y baña su viejo rostro en la frescura del agua matinal.

La musa Armonía danza frente a él, haciendo y deshaciendo su friso inacabable, su laberinto de formas fugitivas donde la razón humana se extravía. De pronto, con agilidad imprevista, Aristóteles se echa en pos de la mujer, que huye, casi alada, y se pierde en el boscaje.

Vuelve el filósofo a la celda, extenuado y vergonzoso. Apoya la cabeza en sus manos y llora en silencio el don de juventud. Cuando mira de nuevo a la ventana, la musa reanuda su danza interrumpida. Bruscamente, Aristóteles decide escribir un tratado que destruya la danza de Armonía, descomponiéndola en todas sus actitudes y en todos sus ritmos. Humillado, acepta el verso como una condición ineludible, y comienza a redactar su obra maestra, el tratado De Armonía, que ardió en la hoguera de Omar.

Durante el tiempo que tardó en componerlo, la musa danzaba para él. Al escribir el último verso, la visión se deshizo y el alma del filósofo reposó para siempre, libre del agudo aguijón de la belleza.

Pero una noche Aristóteles soñó que caminaba en la hierba a cuatro pies, bajo la primavera griega, y que la musa cabalgaba sobre él. Y al día siguiente escribió al comienzo de su manuscrito estas palabras: Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.

Juan José Arreola, El lay de Aristóteles.

miércoles, septiembre 13, 2006



De Canadá al mundo



5. Katharine Isabelle. (Vancouver, British Columbia, Marzo 10, 1982) Actriz.
http://www.katharine-isabelle.co.uk/


4. Avril Lavigne. (Napanee, Ontario, Septiembre 27, 1984) Compositora y cantante.
http://www.avrillavigne.com/


3. Lara St.John. (London, Ontario, Abril 15, 1971) Músico y violinista.
http://www.larastjohn.com/


2. Natasha St-Pier. (Bathurst, New Brunswick, Febrero 10, 1981) Cantante.
http://natashastpier.free.fr/index2.htm/


1. Diana Krall. (Nanaimo, British Columbia, Noviembre 16, 1964) Músico; compositora, pianista y cantante de jazz.
http://www.dkrall.de/

jueves, agosto 24, 2006


Para mi amigo –y primo– Manuel, algo más de Jorge Luis Borges en el 107 aniversario de su natalicio; primero prosa, después poesía.


El libro de arena

...thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

–Vendo biblias –me dijo.

No sin pedantería contesté:

–En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó.

–No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

–Será del siglo diecinueve –observé.

–No sé. No lo he sabido nunca –fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevará el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

–Mírela bien. Ya no la volverá a ver nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fije en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto le dije:

–Se trata de la versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

–No –me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

–Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

–Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

–Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

–No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

–Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

–¿Usted es religioso, sin duda?

–Si, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

–Y de Robbie Burns –corrigió.

Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

–¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

–No. Se lo ofrezco a usted –me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

–Le propongo un canje –le dije–. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

–A balck letter Wiclif! –murmuró.

Fuimos a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

–Trato hecho –me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha por poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tarde en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo el planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva de hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.


___________


Otro poema de los dones


Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de soñar
con un plano del laberinto,
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
por el amor, que nos deja ver a los otros
como los ve la divinidad,
por el firme diamante y el agua suelta,
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
por las místicas monedas de Ángel Silesio,
por Schopenhauer,
que acaso descifró el un universo,
por el fulgor del fuego
que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal,
por el misterio de la rosa
que prodiga color y que no lo ve,
por ciertas vísperas y días de 1955,
por los duros troperos que en la llanura
arrean los animales y el alba,
por la mañana en Montevideo,
por el arte de la amistad,
por el último día de Sócrates,
por las palabras que en un crepúsculo de dijeron
de una cruz a otra cruz,
por aquel sueño del Islam que abarcó
mil noches y una noche,
por aquel otro sueño del infierno,
de la torre del fuego que purifica
y de las esferas gloriosas,
por Swedenborg,
que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos, hable en Nortumbria,
por la espada y el arpa de los sajones,
por el mar, que es un desierto resplandeciente
y una cifra de cosas que no sabemos
por la música verbal de Inglaterra,
por la música verbal de Alemania,
por el oro, que relumbra en los versos,
por el épico invierno,
por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
por Verlaine, inocente como los pájaros,
por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
por las rayas del tigre,
por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
por la mañana en Texas,
por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
por Séneca y Lucano, de Córdoba,
que antes del español escribieron
toda la literatura española,
por el geométrico y bizarro ajedrez,
por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
por el olor medicinal de los eucaliptos,
por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
por el olvido, que anula o modifica el pasado,
por la costumbre,
que nos repite y nos confirma como un espejo,
por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
por la noche, su tiniebla y su astronomía,
por el valor y la felicidad de los otros,
por la patria, sentida en los jazmines
o en una vieja espada,
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
por el hecho que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso
y varía según los hombres,
por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
por morir tan despacio,
por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,
esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,
por la música, misteriosa forma del tiempo.


Nota

La tortuga de Zenón de Elea es famosa; el mapa de Royce puede requerir una explicación. Escribe Royce: «Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa, y así hasta el infinito» (The world and the Individual, 1899).

sábado, agosto 05, 2006

"Fiat Voluntas Tua"

Gracias a la colaboración de mi buen amigo 'Ethan' pero sobre todo a la del buenazo de Iker, les presento el que a los ojos del autor es su mejor cuento.

Se trata de: La última pregunta, de Isaac Asimov.

Espero les guste.

Por cierto la imagen es de esta singular artista neoyorkina:

http://www.rowenaart.com/index.html/


La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.

Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia, había una cantidad limitada de ambos.

Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.

Se habían llevado una botella y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.

—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.

Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.

—No para siempre —dijo.

—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.

—Entonces no es para siempre.

—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?

Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.

—Veinte mil millones de años no es «para siempre».

—Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?

—También la superarán el carbón y el uranio.

—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.

—No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.

—Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien.

—¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años pero, ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro sol.

Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.

De pronto Lupov abrió los ojos.

—Piensas que nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?

—No estoy pensando nada.

—Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.

—Entiendo —dijo Adell—, no grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.

—Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, las gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.

—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.

—¡Qué vas a saber!

—Sé tanto como tú.

—Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.

—Muy bien. ¿Quién dice que no?

—Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste «para siempre».

Esa vez le tocó a Adell oponerse.

—Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.

—Nunca.

—¿Por qué no? Algún día.

—Nunca.

—Pregúntale a Multivac.

—Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.

Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aún después que haya muerto de viejo?

O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del Universo?

Multivac enmudeció. Los lentos resplandores oscuros cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron.

Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron seis palabras impresas:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

—No hay apuesta —murmuró Lupov. Salieron apresuradamente.

A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.

—Es X-23 —dijo Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.

Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:

—Hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado...

—Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrodd?

—¿Qué puedo estar sino seguro? —preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.

Jerrodd sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.

Jerrodd y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.

Cierta vez alguien le había dicho a Jerrodd, que el «ac» al final de «Microvac» quería decir «computadora análoga» en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.

Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.

—No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.

—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. —Luego agregó, después de una pausa reflexiva—: Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.

—Lo sé, lo sé —respondió Jerrodine con tristeza.

Jerrodette I dijo de inmediato:

—Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.

—Eso creo yo también —repuso Jerrodd, desordenándole el pelo.

Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias.

Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.

Jerrodd se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como la AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.

—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.

—No siempre —respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Todo esto terminará algún día, pero no antes que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.

—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.

—Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walkie-talkie, ¿recuerdas?

—¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?

—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.

Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.

—No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.

—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine, exasperada.

—¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrodd también en un susurro.

—Pregúntale a la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.

—Vamos —dijo Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán. —(Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también).

Jerrodd se encogió de hombros.

—Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.

Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:

—Imprimir la respuesta.

Jerrodd retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:

—Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.

Jerrodine dijo:

—Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. —Jerrodd leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba cerca.

VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:

—¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?

MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.

—Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.

Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas perfectas.

—Sin embargo —dijo VJ-23X—, me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.

—Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.

VJ-23X suspiró.

—El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.

—Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años...

VJ-23X lo interrumpió.

—Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.

—Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La AC Galáctica nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras cuestiones.

—Sin embargo no creo que desees abandonar la vida.

—En absoluto —saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?

—Doscientos veintitrés. ¿Y tú?

—Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el Universo conocido. Y entonces, ¿qué?

VJ-23X dijo:

—Como problema paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.

—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.

—La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, sólo nuestra propia galaxia gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.

—De acuerdo, pero aún con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.

—Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.

—¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.

—Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la AC Galáctica.

VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su interfaz AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.

—No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.

Miró sombríamente su pequeña interfaz AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran AC Galáctica que servía a toda la humanidad y, a su vez, era parte integral suya.

MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la AC Galáctica. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la AC Galáctica tenía mil diez metros de ancho.

Repentinamente, MQ-17J preguntó a su interfaz AC:

—¿Es posible revertir la entropía?

VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:

—Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.

—¿Por qué no?

—Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.

—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.

El sonido de la AC Galáctica los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en la interfaz AC en el escritorio. Dijo:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

VJ-23X dijo:

—¡Ves!

Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.

La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas?

Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad... una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.

¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el Universo para nuevos individuos.

Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.

—Soy Zee Prime. ¿Y tú?

—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?

—Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?

—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?

—Porque todas las galaxias son iguales.

—No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.

Zee Prime dijo:

—¿En cuál?

—No sabría decirte. La AC Universal debe estar enterada.

—¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.

Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.

Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:

—¡AC Universal! ¿En qué galaxia se originó el hombre?

La AC Universal oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la AC Universal se mantenía independiente. Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la AC Universal, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.

—¿Pero cómo puede ser eso toda la AC Universal? —había preguntado Zee Prime.

—La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.

Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día —y eso Zee Prime lo sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.

La AC Universal interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.

Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro.

«ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.»

Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.

Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:

—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?

La AC Universal respondió:

«LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.»

—¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.

La AC Universal respondió:

«COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL TIEMPO.»

—Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aún así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.

Dee Sub Wun dijo:

—¿Qué sucede?

—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.

—Todas deben morir. ¿Por qué no?

—Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.

—Llevará billones de años.

—No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?

Dee Sub Wun dijo, divertido:

—Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.

Y la AC Universal respondió:

«TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.

Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.

El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.

El Hombre dijo:

—El Universo está muriendo.

El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.

Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin.

El Hombre dijo:

—Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la AC Cósmica, la energía que todavía queda en todo el Universo, puede durar billones de años. Pero aún así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.

El Hombre dijo:

—¿Es posible invertir la tendencia de la entropía? Preguntémosle a la AC Cósmica.

La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía sentido comprensible para el Hombre.

—AC Cósmica —dijo el Hombre—, ¿cómo puede revertirse la entropía?

La AC Cósmica dijo:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

El Hombre ordenó:

—Recoge datos adicionales.

La AC Cósmica dijo:

«LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.»

—¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?

La AC Cósmica respondió:

«NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.»

El Hombre preguntó:

—¿Cuándo tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta?

La AC Cósmica respondió:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

—¿Seguirás trabajando en eso? —preguntó el Hombre.

La AC Cósmica respondió:

«SÍ.»

El Hombre dijo:

—Esperaremos.

Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste.

Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.

La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía los vestigios de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.

El Hombre dijo:

—AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al Universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?

AC respondió:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.

La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.

Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.

Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.

Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.

Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.

Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.

Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar una respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.

Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.

Cuidadosamente, AC organizó el programa.

La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el caos.

Paso a paso, había que hacerlo.

Y AC dijo:

«¡HÁGASE LA LUZ!»

Y la luz se hizo...

Isaac Asimov, La Última Pregunta.

Y para saber más sobre Asimov les recomiendo visten:

http://en.wikipedia.org/wiki/Isaac_Asimov/

http://www.asimovonline.com/

miércoles, julio 05, 2006


Más de Natasha St-Pier




En lo que encuentro la manera de que puedan escuchar esta nueva canción, al menos para mí, comparto la letra con ustedes:


"Je t'aime encore".

Paroles : Daniel Lavoie.
Musique : Piero Cassano.
2000.

Chanson disponible sur:
_ Album "A chacun son histoire".
Remix disponible sur:
_ Album-Compilation "Je n'ai que mon âme" version Canada.



Je t'aime encore
Je t'aime encore

Quand le soleil tombe en après-midi
Les rues de la ville tremblent
Je tire les rideaux et la nuit me dit
Que nous serons ensemble

Et j'entends tes pas
Qui s'approchent de moi
Et là c'est moi qui tremble
Le son de ta voix
Qui m'appelle tout bas
Soudain tu es là

Je t'aime encore
Je t'aime encore

Tu fais le café, je refais le lit
Et tu m'appelles gourmande
Mais le bonheur se cache au fond de tes yeux gris
Et moi j'en redemande

Et tu chantes tout bas
J'écoute ta voix
Encore une fois je tremble
Quand je suis à toi
Le bonheur crie de joie
De nous voir ensemble

J'approche d'un pas
Tu m'ouvres les bras
Tu es toujours là

Amour de ma vie
Encore un jour, une nuit
J'veux être avec toi

Je t'aime encore
Je t'aime encore


Hasta la próxima.

jueves, junio 29, 2006



Ulrikke mon ami: Natasha St-Pier


Es prioritario que veas en orden los videos de Nat, si no me ahogas la sorpresa ¿vale?
Tu Trouveras
Encontrarás
Enjoy it!!
Finalmente el stio de referencia de Natasha:
http://natashastpier.free.fr/index2.htm
En este orden, please. Abrazos.

miércoles, junio 14, 2006


De lo Intagible


He procurado salvar tres cuentos que merecen ser compartidos y que quiza de otra manera no sería posible acceder a ellos por encontrarse en un volúmen digamos casi perdido: El retorno de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Powels.
Se trata de:
Debo agregar que en este pequeño en formato pero voluminoso libro por su extensión, se encuentra también y de manera íntegra El Aleph de Jorge Luis Borges. Únicamente por esto último merecería ser leido. Aquí fue donde conocí a Borges y me dí cuenta de su estatura como escritor y filósofo.


Aishwarya Rai


Les comparto tres videos de esta belleza hindú:

http://www.youtube.com/watch?v=8nOnbIWfiGQ

http://www.youtube.com/watch?v=egJxpN5ziao

http://www.youtube.com/watch?v=rS49v9Wj2pU

Espero los disfruten.

lunes, junio 05, 2006


¡Qué Ojos!


Qué más les puedo decir.... las imágenes hablan por sí mismas. Pero bueno agregaré para aquellos que no la conocen: ella es mi actriz favorita de la India: Aishwarya Rai.




Para conocerla y ver más videos de ella visiten:

www.aishwarya-forever.com



miércoles, mayo 31, 2006



Ambrosio dijo:

–Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades. –Y prosiguió–: La magia tiene su justificación en sus criaturas: comen mendrugos de pan y beben agua con una alegría mucho más intensa que la del epicúreo.

–¿Os referís a los santos?

–Sí. Y también a los pecadores. Creo que vos caéis en el error frecuente de quienes limitan el mundo espiritual a las regiones del bien supremo. Los seres extremadamente perversos forman también parte del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual no será jamás un gran santo. Ni un gran pecador. En nuestra mayoría, somos simplemente criaturas de barro cotidiano, sin comprender el significado profundo de las cosas, y por esto el bien y el mal son en nosotros idénticos: de ocasión, sin importancia.

–¿Pensáis, pues, que el gran pecador es un asceta, lo mismo que el gran santo?

–Los grandes, tanto en el bien como en el mal, son los que abandonan las copias imperfectas y se dirigen a los originales perfectos. Para mí, no existe la menor duda: los más excelsos, entre los santos, jamás hicieron una «buena acción», en el sentido corriente de la palabra. Por el contrario, existen hombres que han descendido hasta el fondo de los abismos del mal, y que, en toda su vida, no han cometido jamás lo que vosotros llamáis una «mala acción».

Se ausentó un momento de la estancia; Cotgrave se volvió a su amigo y le dio las gracias por haberle presentado a Ambrosio.

–Es formidable –dijo–. Jamás había visto un chalado de esta clase.

Ambrosio volvió con una nueva provisión de whisky y sirvió a los dos hombres con largueza. Criticó con ferocidad la secta de los abstemios, pero se sirvió un vaso de agua. Iba a reanudar su monologo cuando Cotgrave le atajó:

–Vuestras paradojas son monstruosas. ¿Puede un hombre ser un gran pecador sin haber hecho nunca nada culpable? ¡Vamos, hombre!

–Os equivocáis completamente –dijo Ambrosio–, pues soy incapaz de paradojas: ¡ojalá pudiera hacerlas! He dicho, simplemente, que un hombre puede ser un gran conocedor de vinos de Borgoña sin haber entrado jamás en una taberna. Esto es todo, y ¿no os parece más una perogrullada que una paradoja? Vuestra reacción revela que no tenéis la menor idea de lo que puede ser el pecado. ¡Oh!, naturalmente existe una relación entre el Pecado con mayúscula y los actos considerados como culpables: asesinato, robo, adulterio, etc. Exactamente la misma relación que existe entre el alfabeto y la poesía genial. Vuestro error es casi universal: os habéis acostumbrado, como todo el mundo a mirar las cosas a través de unas gafas sociales. Todos pensamos que el hombre que nos hace daño, a nosotros, o a nuestros vecinos, es un hombre malo. Y lo es, desde el punto de vista social. ¿Pero no podéis comprender que el Mal, en su esencia, es una cosa solitaria, una pasión del alma? El asesino corriente, como tal asesino, no es en modo alguno un pecador en el verdadero sentido de la palabra. Es sencillamente una bestia peligrosa, de la que debemos librarnos para salvar nuestra piel. Yo lo clasificaría mejor entre las fieras que entre los pecadores.

–Todo esto me parece un poco extraño.

–Pues no lo es; el asesino no mata por razones positivas, sino negativas; le hace falta algo que poseen los no asesinos. El Mal, por el contrario, es totalmente positivo. Pero positivo en el sentido malo. Y es muy raro. Sin duda hay menos pecadores verdaderos que santos. En cuanto a los que llamáis criminales, son seres molestos, desde luego, y de los que la sociedad hace bien en guardarse; pero entre sus actos antisociales y el Mal existe un gran abismo, ¡creedme!

Se hacía tarde. El amigo que había llevado a Cotgrave a casa de Ambrosio había sin duda oído esto otras veces. Escuchaba con sonrisa cansada y un poco burlona, pero Cotgrave empezaba a pensar que su «alienado» era tal vez un sabio.

–¿Sabéis que me interesáis enormemente? –dijo–. ¿Opináis, pues, que no comprendemos la verdadera naturaleza del Mal?

–Lo sobreestimamos. O bien lo menospreciamos. Por una parte, llamamos pecado a las infracciones de los reglamentos de la sociedad, de los tabúes sociales. Es una exageración absurda. Por otra parte, atribuimos una importancia tan enorme al «pecado» que consiste en meter mano en nuestros bienes o a nuestras mujeres, que hemos perdido absolutamente de vista lo que hay de horrible en los verdaderos pecados.

–Entonces, ¿qué es el pecado? –dijo Cotgrave.

–Me veo obligado a responder a su pregunta con otras preguntas. ¿Qué experimentaría si su gato o su perro empezaran a hablarle con voz humana? ¿Y si las rosas de su jardín se pusieran a cantar? ¿Y si las piedras del camino aumentaran de volumen ante sus ojos? Pues bien, estos ejemplos darle una vaga idea de lo que es realmente el pecado.

–Escuchen –dijo el tercer hombre, que hasta entonces había permanecido muy tranquilo–, me parece que los dos están locos de remate. Me marcho a mi casa. He perdido el tranvía y me veré obligado a ir a pie.

Ambrosio y Cotgrave se arrellanaron aún más en sus sillones después de su partida. La luz de los faroles palidecía en la bruma de la madrugada, que helaba los cristales.

–Me asombra usted –dijo Cotgrave–. Jamás había pensado en todo esto. Si es realmente así, hay que volverlo todo al revés. Entonces, según usted, la esencia del pecado sería...

–Querer tomar el cielo por asalto –respondió Ambrosio–. El pecado consiste, en mi opinión, en la voluntad de penetrar de manera prohibida en otra esfera más alta. Esto explica que sea tan raro. En realidad pocos hombres desean penetrar en otras esferas, sean altas o bajas, y de manera autorizada o prohibida. Hay pocos santos. Y los pecadores, tal como yo los entiendo, son todavía más raros. Y los hombres de genio (que a veces participan de aquellos dos) también escasean mucho... Pero puede ser más difícil convertirse en un gran pecador que en un gran santo.

–¿Porque el pecado es esencialmente naturaleza?

–Exacto. La santidad exige un esfuerzo igualmente grande, o poco menos; pero es un esfuerzo que se realiza por caminos que eran antaño naturales. Se trata de volver a encontrar el éxtasis que conoció el hombre antes de la caída. En cambio, el pecado es una tentativa de obtener un éxtasis y un saber que no existen y que jamás han sido dados al hombre, y el que lo intenta se convierte en demonio. Ya le he dicho que el simple asesino no es necesariamente un pecador. Esto es cierto; pero el pecador es a veces asesino. Pienso en Gilles de Rais, por ejemplo. Considere que, si el bien y el mal están igualmente fuera del alcance del hombre contemporáneo, del hombre corriente, social y civilizado, el mal lo está en un sentido mucho más profundo. El santo se esfuerza en recobrar un don que ha perdido; el pecador persigue algo que no ha poseído jamás. En resumidas cuentas reproduce la Caída.

–¿Es usted católico? –preguntó Cotgrave.

–Sí, soy miembro de la Iglesia anglicana perseguida.

–Entonces, ¿qué me dice de esos textos en que se denomina pecado lo que usted califica de falta sin importancia?

–Advierta, por favor, que en estos textos de mi religión aparece reiteradamente el nombre de «mago», que me parece la palabra clave. Las faltas menores, que se denominan pecados, sólo se llaman así en la medida que el mago perseguido por mi religión está detrás del autor de estos pequeños delitos. Pues los magos se sirven de las flaquezas humanas resultantes para alcanzar su fin infinitamente execrable. Y permita que le diga esto: nuestros sentidos superiores están tan embotados, estamos hasta tal punto saturados de materialismo, que seguramente no reconoceríamos al verdadero mal sin tropezáramos con él.

–Pero, ¿es que no sentiríamos, a despecho de todo, un cierto horror, este horror de que me hablaba hace un momento, al invitarme a imaginar unas rosas que rompiesen a cantar?

–Si fuésemos seres naturales, sí. Los niños, algunas mujeres y los animales sienten este horror. Pero en la mayoría de nosotros, los convencionalismos, la civilización y la educación han embotado y oscurecido la naturaleza. A veces podemos reconocer al mal por el odio que manifiesta al bien y nada más; pero esto es puramente fortuito. En realidad, los Jerarcas del Infierno pasan inadvertidos por nuestro lado.

–¿Piensa que ellos mismos ignoran el mal que encarnan?

–Así lo creo. El verdadero mal, en el hombre, es como la santidad y el genio. Es un éxtasis del alma, algo que rebasa los límites naturales del espíritu, que escapa a la conciencia. Un hombre puede ser infinita y horriblemente malo, sin sospecharlo siquiera. Peor repito: el mal, en el sentido verdadero de la palabra, es muy raro. Creo incluso que cada vez lo es más.

–Procuro seguirle –dijo Cotgrave–. ¿Cree usted que el Mal verdadero tiene una esencia completamente distinta de lo que solemos llamar el mal?

–Absolutamente. Un pobre tipo excitado por el alcohol vuelve a su casa y mata a patadas a su mujer y a sus hijos. Es un asesino. Gilles de Rais es también un asesino. Pero, ¿advierte usted el abismo que los separa? La palabra es accidentalmente la misma en ambos casos, pero el sentido es totalmente distinto.

»Cierto que el mismo débil parecido existe entre todos los pecados sociales y los verdaderos pecados espirituales, pero son como la sombra y la realidad. –Si es usted un poco teólogo, tiene que comprenderme.

–Le confieso que no he dedicado mucho tiempo a la teología –observó Cotgrave–. Lo lamento; pero, volviendo a nuestro tema, ¿cree usted que el pecado es una cosa oculta, secreta?

–Sí. Es el milagro infernal, como la santidad es el milagro sobrenatural. El verdadero se eleva a un grado tal que no podemos sospechar en absoluto su existencia. Es como la nota más baja del órgano: tan profunda que nadie la oye. A veces hay fallo, recaídas, que conducen al asilo de locos o a desenlaces todavía más horribles. Pero en ningún caso debe confundirlo con la mala acción social. Acuérdese del Apóstol: hablaba del otro lado y hacía una distinción entre las acciones caritativas y la caridad. De la misma manera que uno puede darlo todo a los pobres y a pesar de ello, carecer de caridad, puede evitar todos los pecados y, sin embargo, ser una criatura del mal.

–¡He aquí una psicología singular! –dijo Cotgrave–. Pero confieso que me gusta. Supongo que, según usted, el verdadero pecador podría pasar muy bien por un personaje inofensivo, ¿no es así?

–Ciertamente. El verdadero mal no tiene nadad que ver con la sociedad. Y tampoco el Bien, desde luego. ¿Cree usted que se sentirá a gusto en compañía de San Pablo? ¿Cree usted que se entendería bien con sir Galahad? Lo mismo puede decirse de los pecadores. Si usted encontrase a un verdadero pecador, y reconociese el pecado que hay en él, sin duda se sentiría horrorizado. Pero tal vez no existiría ninguna razón para que aquel hombre le disgustara. Por el contrario, es muy posible que, si lograra olvidar su pecado, encontrase agradable su trato. ¡Y sin embargo...! ¡No! ¡Nadie puede adivinar cuan terrible es el verdadero mal...! ¡Si las rosas y los lirios del jardín se pusiesen a cantar esta madrugada, si los muebles de esta casa empezaran a desfilar en precesión como en el cuento de Maupassant...!

–Celebro que vuelva a esta comparación –dijo Cotgrave–, pues quería preguntarle a qué corresponden, en la Humanidad, estas proezas imaginarias de las cosas que usted cita. Repito: ¿qué es pues el pecado? Quisiera que me diese usted un ejemplo concreto.

Por primera vez, Ambrosio vaciló:

–Ya le he dicho que el verdadero mal es muy raro. El materialismo de nuestra época, que tanto ha hecho para suprimir la santidad, tal vez ha hecho más aún para suprimir el mal. Encontramos la tierra tan cómoda, que no sentimos deseos de subir ni de bajar. Todo ocurre como si el especialista del Infierno realizase trabajos puramente arqueológicos.

–Sin embargo, tengo entendido que sus investigaciones se han extendido hasta la época actual.

–Veo que está usted realmente interesado. Pues bien, confieso que he reunido, en efecto, algunos documentos...


Arthur Machen, The white people, fragmento.

viernes, mayo 19, 2006


Cántico a San Leibowitz

A no ser por aquel peregrino que se le apareció de pronto en medio del desierto donde practicaba su ayuno habitual de Cuaresma, el hermano Francis Gerard de Utah jamás habría descubierto el documento sagrado. Era, desde luego, la primera vez que tenía ocasión de ver un peregrino vistiendo taparrabo, según la mejor tradición; pero una ojeada le bastó al joven monje para convencerse de que aquel personaje era auténtico. El peregrino era un viejo desgarbado, que cojeaba al apoyar el clásico bordón; su enmarañada barba mostraba unas mechas amarillentas alrededor del mentón, y llevaba una pequeña mochila al hombro. Se cubría con un gran sombrero, calzaba sandalias y llevaba atada a la cintura un trozo de arpillera pasablemente sucio y deshilachado. Este era todo su atavío, y le hombre avanzaba silbando (falso) por el pedregoso camino del norte. Parecía dirigirse a la abadía de los Hermanos de Leibowitz, que se levantaba a unos diez kilómetros hacia el sur.

Al percibir al joven monje en su desierto de piedras, el peregrino dejó de silbar y se puso a observarlo con curiosidad. El hermano Francis, por su parte, se guardó muy bien de infringir la regla de silencio establecida por su Orden para los días de ayuno; desviando rápidamente la mirada, continuó su trabajo, que consistía en construir una muralla de grandes piedras para proteger su morada provisional contra los lobos.

Un poco debilitado después de diez días de un régimen compuesto exclusivamente de bayas de cactos, el joven religioso sentía que la cabeza le daba vueltas mientras proseguía su labor. Desde hacía un buen rato, el paisaje parecía bailar ante sus ojos, y veía flotar unas manchas negras a su alrededor, por esto se preguntó si la burda aparición no sería un espejismo provocado por el hambre... Pero el propio peregrino se encargo de disipar sus dudas.

–¡Hola-ho! –gritó, a modo de alegre saludo, con voz agradable y melodiosa.

Como la regla del silencio le impedía responder, el joven monje se contentó con dedicar al suelo una tímida sonrisa.

–¿Es este el camino de la abadía? –preguntó entonces el caminante.

Sin alzar los ojos del suelo, el novicio asintió con la cabeza, y seguidamente se agachó a coger un trocito de piedra blanca, parecido al yeso.

–¿Y qué hace usted aquí entre tantas rocas? –prosiguió el peregrino, acercándose a él.

El hermano Francis se arrodilló apresuradamente para escribir en una piedra plana las palabras «Soledad y Silencio». Si sabía leer, –cosa poco probable, a juzgar por las estadísticas–, el peregrino comprendería que su sola presencia constituía para el penitente ocasión de pecado, y, sin duda, le haría la merced de retirarse sin insistir más.

–¡Ah, bueno! –dijo el barbudo.

Permaneció inmóvil un instante, paseando la mirada a su alrededor, y después golpeó una piedra muy grande con su palo.

–Ahí tiene una –dijo– que le servirá para su trabajo... Bueno, mucha suerte, ¡y ojalá encuentre la Voz que busca!

Por lo pronto el hermano Francis no comprendió que el desconocido había querido decir «Voz» con V mayúscula; imaginó sólo que el viejo le había tomado por sordomudo. Después de dirigir una rápida mirada al peregrino que se alejaba silbando de nuevo, se apresuró a dedicarle una bendición silenciosa para asegurarle un buen viaje, y reanudó su trabajo de albañil con el fin de construirse un pequeño reducto en forma de ataúd, donde pudiera tenderse adormir sin que su carne sirviera de banquete a los lobos.

Un rebaño celeste de cúmulos pasó sobre su cabeza: después de haber tentado cruelmente al desierto, aquellas nubes iban a ahora a verter en las montañas su húmeda bendición... Su paso refrescó un instante al joven monje, protegiéndole de los rayos ardientes del sol, y el hombre lo aprovechó para dar fin a su trabajo, no sin subrayar sus menores movimientos con oraciones murmuradas entre dientes, para asegurarse una verdadera vocación; porque ésta era, también, la finalidad que esperaba conseguir durante su período de ayuno en el desierto.

Por último, el hermano Francis agarró la enorme piedra que le había indicado el peregrino..., pero los saludables colores que le había dado su trabajo de fuerza se borraron de pronto en su semblante, mientras dejaba caer precipitadamente la roca, igual que si acabase de tocar una serpiente.

Una caja de metal oxidado yacía a sus pies, parcialmente hundida entre los guijarros...

Impulsado por la curiosidad, el joven estuvo a punto de cogerla, pero, pensándolo mejor, dio un paso atrás y se santiguó a toda prisa, murmurando unas palabras en latín. Después de lo cual, más tranquilizado, no temió ya dirigirse a la misma caja.

¡Vade retro, Satanás! –le dijo amenazándola con el pesado crucifijo de su rosario–. ¡Desaparece, Vil seductor!

Y, sacando disimuladamente un pequeño hisopo de debajo de su hábito, roció la caja con agua bendita, por lo que pudiera ser.

–Si eres criatura diabólica, ¡márchate!

Pero la caja no dio la menor señal de querer desaparecer, ni de estallar, ni siquiera de encogerse despidiendo olor a azufre... Se contentó con quedarse tranquilamente en su sitio, dejando que el viento del desierto evaporase las gotas benditas que la cubrían.

–¡Así sea! –dijo el religioso, arrodillándose para coger el objeto.

Sentado entre los guijarros, estuvo más de una hora golpeando la caja con una piedra grande para abrirla. Mientras trabajaba de esta guisa, se le ocurrió pensar que aquella reliquia arqueológica –pues estaba bien claro que de eso se trataba– era tal vez una señal enviada por el Cielo para indicarle que la vocación le había sido otorgada. Sin embargo, arrojó inmediatamente esta idea de su mente, recordando a tiempo que el padre abad le había puesto seriamente en guardia contra toda revelación personal directa de carácter espectacular. Si había salido de la abadía para ayunar cuarenta días en el desierto, pensó, era precisamente para que su penitencia le valiera una inspiración de lo alto llamándole a las Sagradas Ordenes. No debía confiar en ver visiones, ni en oírse llamar por voces celestiales: tales fenómenos en él, sólo habrían revelado una vana y estéril presunción. Eran ya demasiados los novicios que habían vuelto de su retiro en el desierto con abundantes historias de presagio, de premoniciones y de visones celestiales, siendo con ello causa de que el excelente padre abad adoptase una política enérgica frente a los presuntos milagros. «El Vaticano es el único capacitado para pronunciarse en esta materia –había gruñido–, y es preciso guardarse por tomar como revelación divina lo que no es más que efecto de la insolación».

El hermano Francis no podía, empero, dejar de manipular la vieja caja metálica con infinito respeto, mientras la martilleaba a más y mejor para abrirla...

De pronto, aquella cedió, su contenido se desparramó por el suelo, y el joven religioso sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. ¡He aquí que la misma Antigüedad iba a serle revelada! Apasionado por la arqueología, costábale creer lo que veían sus ojos, y pensó de pronto que el hermano Jeris iba a enfermar de envidia –pero pronto se arrepintió de este pensamiento poco caritativo y se puso a dar gracias al Cielo que le regalaba semejante tesoro.

Temblado de emoción, tocó con mano cautelosa los objetos contenidos en la caja, procurando separarlos unos a otros. Sus estudios anteriores le permitieron reconocer un destornillador –especie de instrumento destinado antaño a introducir en la madera puntas de metal estriadas– y algo parecido a una pequeña cizalla de hojas cortantes. Descubrió también un útil extraño, compuesto de un mango de madera podrida y de una lámina de cobre, que tenía aún adherida unas partículas de plomo fundido y que no pudo identificar. La caja contenía también un pequeño rollo de cinta negra y adherente, demasiado deteriorada por los siglos para que pudiera saberse lo que era, y numerosos fragmentos de vidrio y de metal, así como varios de esos pequeños objetos tubulares con bigotes de alambre que los paganos de las montañas consideraban amuletos, pero que ciertos arqueólogos creían que eran restos de la legendaria machina analytica, anterior al Diluvio de Llamas.

El hermano Francis analizó cuidadosamente todos estos objetos, antes de alinearlos a su lado, encima de la gran piedra plana; en cuanto a los documentos, los guardó para el final. Naturalmente, estos constituían como siempre el descubrimiento más importante, dado el reducido número de papeles que habían sobrevivido a los terribles autos de fe realizados en la Edad de la Simplificación, por un populacho ignorante y vengativo que no respetó ni siquiera los textos sagrados.

La preciosa caja contenía dos de estos inestimables papeles, así como tres hojitas de notas manuscritas. Todos estos venerables documentos eran extremadamente frágiles, pues la antigüedad los había resecado y hecho quebradizos; por eso el joven monje los manejó con las mayores precauciones, teniendo buen cuidado de protegerlos del viento con el faldón de su hábito. Por lo demás eran casi ilegibles y estaban redactados en inglés antediluviano, lengua antigua que, como el latín, se empleaba sólo por los monjes y en el ritual de la liturgia. El hermano Francis se puso a descifrarlos lentamente, reconociendo las palabras pero sin acabar de captar su significado. En una de las hojitas podía leerse: «1 libra de salchichas, 1 lata choucroute para Emma». La segunda hoja decía: «Pensar en recoger impreso 1040 para declaración impuestos». La tercera, en fin, sólo contenía cifras y una larga suma y después un número que evidentemente representaba un porcentaje substraído del total anterior y seguido de la palabra «¡Uff!». Incapaz de comprender una palabra de tales documentos, el monje se limitó a comprobar los cálculos y los encontró exactos.

De los otros dos papeles contenidos en la caja, uno, estrechamente enrollado, amenazaba con caer en pedazos si alguien se atrevía desenrollarlo. El hermano Francis sólo pudo descifrar dos palabras «Apuestas Mutuas», y lo volvió a la caja para examinarlo más tarde, después de sometido a un tratamiento de conservación adecuado.

El segundo documento era un papel muy grande, doblado varias veces sobre sí mismo y tan quebradizo por los pliegues, que el religioso tuvo que contentarse con separar cuidadosamente las hojas para echar una mirada.

Era un plano, ¡una red complicada de líneas blancas sobre fondo azul!

Un nuevo escalofrío recorrió el espinazo del hermano Francis: ¡era nada menos que un azul, uno de esos documentos antiguos y rarísimos que tanto apreciaban los arqueólogos y que tanto costaban de descifrar a los sabios e interpretes especializados!

Pero la increíble bendición que constituía semejante hallazgo no acababa aquí: entre las palabras estampadas en uno de los ángulos inferiores del documento, el hermano francis descubrió de pronto el nombre mismo del fundador de su Orden: ¡el venerable Leibowitz en persona!

Las manos del joven monje se echaron a temblar con tanta fuerza, a causa de su gozo, que a punto estuvo de romper el inestimable papel. Las últimas palabras que le había dirigido el peregrino volvieron entonces a su memoria: «¡Ojalá encuentre la Voz que busca!». Y sí que era una Voz la que acababa de descubrir, una Voz con V mayúscula, semejante a la que forman las dos alas de una paloma al dejarse caer desde lo lato del firmamento, una V muy grande, como en Vere dignum o en Vidi aquam, una V majestuosa y solemne, como las que decoran las grandes páginas del Misal, una V, en suma, como en Vocación.

Después de echar una última mirada al azul para asegurarse de que no estaba soñando, el religioso entonó una acción de gracias: «Beate Leibowitz, ora pro me... Sancte Leibowitz, exaudi me...», y esta última fórmula no carecía de cierta audacia, pues el fundador de su Orden ¡esperaba todavía la canonización!

Olvidando los mandamientos expresos del abad, el hermano Francis se levantó de un salto y se puso a escrutar el horizonte, hacia el Sur, en la dirección que había seguido el viejo caminante del taparrabo de arpillera. Pero el peregrino había desaparecido hacía ya rato... Seguramente era un ángel del Señor, se dijo el hermano Francis, y, ¿quién sabe?, acaso el bienaventurado Leibowitz en persona... ¿No le había indicado precisamente el lugar donde descubrir el maravilloso tesoro, aconsejándole que levantara determinada piedra en el momento en que le dirigía su profética despedida...?

El joven religioso permaneció sumido en sus entusiastas reflexiones hasta la hora en que el sol poniente vino a ensangrentar las montañas, mientras las sombras crepusculares se agrupaban a su alrededor. Sólo en este momento, la noche que se acercaba vino a arrancarle de su meditación. Se dijo que el inapreciable don que acababa de recibir no le serviría probablemente para defenderse de los lobos, y se apresuró a terminar su muralla protectora. Después, al encenderse las estrellas, reanimó su fogata, y cogió las pequeñas bayas violetas que constituían su cena. Este era su único alimento, a excepción de un puñado de granos de trigo secos que un sacerdote le llevaba todos los domingos. Por esto solía mirar con avidez a los lagartos que pasaban sobre las rocas próximas... y sus sueños se poblaban a menudo de pesadillas de gula.

Aquella noche, empero, el hambre había pasado a un segundo término de sus preocupaciones. Ante todo, habría querido correr a la abadía para comunicar a sus hermanos el maravilloso encuentro y el milagroso descubrimiento. Pero, naturalmente, esto era absolutamente imposible. Con vocación o sin ella, tendría que permanecer allí hasta el fin de la Cuaresma y continuar como si nada le hubiera ocurrido.

«Construirán una catedral en este lugar», soñaba, mientras se adormilaba junto al fuego. Y ya su imaginación le mostraba el suntuoso edificio que surgiría de las ruinas del antiguo pueblo, con sus altivos campanarios que podrían verse desde muchos kilómetros a la redonda.

Acabó por dormirse y, cuando se despertó sobresaltado, unos vagos tizones resplandecían apenas en la fogata agonizante. De pronto tuvo la impresión de que no se hallaba solo en el desierto... Entornando los párpados, se esforzó en penetrar las tinieblas que le rodeaban, y entonces percibió, detrás de las últimas brasas de su escuálido hogar, las pupilas de un lobo que resplandecían en la oscuridad. El joven monje lanzó un grito de espanto y corrió a refugiarse en su ataúd de piedras resecas.

El grito que acababa de lanzar, se dijo mientras se echaba temblando en el suelo de su refugio, no constituía, hablando con propiedad, una infracción de la regla del silencio... Y se puso a acariciar la caja de metal, estrechándola contra su corazón y rezando para que la Cuaresma se acabara pronto. A su alrededor, unas garra arañaban las piedras del cercado...

Todas las noches rondaban los lobos alrededor del miserable campamento del religioso, llenando las tinieblas con sus aullidos de muerte, y, durante el día, se debatía el hombre entre verdaderas pesadillas provocadas por el hambre, el calor y las implacables mordeduras del sol. El hermano Francis pasaba su jornada recogiendo leña para su fogata, y también rezando y ejercitándose en dominar su impaciencia para ver llegar por fine el Sábado Santo, que señalaría el fin de la Cuaresma y de su ayuno.

Sin embargo, cuando amaneció el día feliz, el joven monje, debilitado por las privaciones, no tenía ya fuerzas para alegrarse. Abrumado por una lasitud inmensa, hizo sus alforjas, se cubrió la cabeza con la capucha para resguardarse del sol y tomó la preciosa caja bajo el brazo. Después, aligerado en quince kilos desde el miércoles de Ceniza, emprendió con paso vacilante los diez kilómetros que le separaban de la abadía... En el momento justo de llegar a la puerta, se derrumbó, agotado. Los hermanos que le recogieron y que prodigaron sus cuidados a su pobre armazón deshidratado contaron que, durante su delirio, no había cesado de hablar de un ángel con taparrabos de estameña y de invocar el nombre del bienaventurado Leibowitz, dándole fervorosas gracias por haberle mostrado las santas reliquias, así como las Apuestas Mutuas.

El rumor de estas visones corrió entre la comunidad y llegó con demasiada rapidez a oídos del padre abad, responsable de la disciplina, el cual apretó fuertemente las mandíbulas. «¡Que me lo traigan!», ordenó, en un tono capaz de dar alas al más perezoso.

Mientras esperaba al joven monje, el abad empezó a andar arriba y abajo, mientras iba acumulando cólera. Naturalmente, no se oponía a los milagros, ni mucho menos. Aunque fuesen difícilmente compatibles con las necesidades de la administración interior, el buen padre creía a machamartillo en los milagros, puesto que constituían la base misma de la fe. Pero pensaba que, al menos, los milagros deben ser verificados y autentificados en la forma prescrita y según las normas establecidas. Efectivamente, desde la reciente beatificación del venerado Leibowitz, esos jóvenes monjes se empeñaban en ver milagros en todas partes.

Y por muy comprensible que fuese esta propensión a lo maravilloso, no era por ello menos intolerable. Ciertamente, toda orden onomástica digna de este nombre debe sentir la viva preocupación de ayudar a la canonización de su fundador, reuniendo con el mayor celo todos los elementos susceptibles de contribuir a ella, ¡pero todo tiene sus límites! El caso era que, desde hacía algún tiempo, el abad había podido comprobar que su rebaño cultural tendía a hurtarse a su autoridad, y el celo apasionado que ponían los jóvenes hermanos en descubrir y registrar milagros había puesto de tal modo en ridículo a la Orden Albertina de Leibowitz, que hasta en el Nuevo Vaticano se reían a mandíbula batiente...

Por ello estaba decidido el padre abad a mostrarse riguroso: en adelante, todo propagador de noticias milagrosas sería castigado. En el caso de que el milagro fuese falso, el responsable pagaría de ese modo el precio de su indisciplina y de su incredulidad; si el milagro era auténtico y resultaba comprobado por verificaciones posteriores, el castigo sufrido constituiría la penitencia obligada que deben cumplir todos los que se benefician del don de la gracia.

En le momento en el que el joven novicio llamó tímidamente a la puerta, el buen padre, terminadas sus reflexiones, se había sentado y estaba de un humor muy adecuado a las circunstancias, en un estado de ánimo realmente feroz, aunque disimulado bajo la más benigna apariencia.

–Adelante, hijo mío –dijo, con voz extrañamente suave.

–¿Me habéis hecho llamar, reverendo padre? –preguntó el novicio, sonriendo gozoso al advertir la caja de metal sobre la mesa del abad.

–Si –respondió el padre, y pareció vacilar un instante–. Pero tal vez –prosiguió– preferirías que, en adelante, fuese yo a visitaros, ya que os habéis convertido en un personaje célebre.

–¡Oh, no, padre mío –exclamó el hermano Francis, muy colorado y con voz ahogada.

–Tenéis diecisiete años y, según todas las apariencias, no sois más que un imbécil.

–Sin duda alguna, reverendo padre.

–Pues, si es así, ¿qué motivos absurdos podéis tener para creeros digno de recibir las Ordenes?

–Absolutamente ninguno, venerable maestro. No soy más que un miserable pecador, cuyo orgullo es imperdonable.

–¡Y todavía añadís a vuestras faltas –rugió el abad– la pretensión de un orgullo tan grande que es imperdonable!

–Es cierto, padre mío. No soy más que un gusanillo.

El abad le dirigió una sonrisa helada y recobró su calma vigilante.

–¿Estáis, pues, dispuesto a retractaros –preguntó–, y a renegar de todas las divagaciones proferidas bajo el influjo de la fiebre, a propósito de un ángel que se os habría aparecido y os habría entregado esta... –señaló con gesto despectivo la caja de metal– esta despreciable pacotilla?

El hermano Francis dio un respingo y cerró los ojos, atemorizado.

–Temo... temo no poder hacerlo, oh maestro mío –balbuceó.

–¿Cómo?

–No puedo negar lo que han visto mis ojos, reverendo padre.

–¿Sabéis cuál es el castigo que os aguarda?

–Sí, padre mío.

–Bien está. Disponeos a recibirlo.

Con un suspiro de resignación, el novicio se levantó el hábito hasta la cintura y se inclinó sobre la mesa. Tomando entonces una sólida vara de nogal que guardaba en un cajón, el buen padre le dio diez azotes seguidos en las posaderas. (Después de cada golpe, el novicio pronunciaba, sumiso, el Deo gratias debido a la lección de humildad que le era administrada.)

–Y ahora –interrogó el abad, bajándose las mangas–, ¿estáis dispuesto a retractaros?

–Padre mío, no puedo hacerlo.

Volviéndole bruscamente la espalda, el sacerdote permaneció un instante silencioso.


–Muy bien –dijo al fin, con voz mordaz–. Como queráis. Pero no contéis en modo alguno con pronunciar votos solemnes este año, al mismo tiempo que los otros.

El hermano Francis, anegado en llanto, volvió a su celda. Los otros novicios recibieron el hábito monástico, y él, por el contrario, tendría que esperar otro año y pasar otra Cuaresma en el desierto, entre los lobos orando por una vocación que sabía que ya le había sido ampliamente otorgada...

En el transcurso de las semanas que siguieron, el desgraciado tuvo al menos el consuelo de comprobar que el abad no había estado del todo en lo cierto al calificar de «despreciable pacotilla» el contenido de la caja de metal. Estas reliquias arqueológicas habían tenido un éxito visible entre los hermanos, que consagraban mucho tiempo a la limpieza y clasificación de los útiles; también se trabajaba en la restauración de los documentos escritos y se trataba de penetrar su sentido. Incluso corría el rumor, entre la comunidad, de que el hermano Francis había realmente descubierto auténticas reliquias del beato Leibowitz, sobre todo bajo la forma del plano, o azul, que llevaba su nombre y en el cual percibíanse todavía unas manchas parduzcas. (¿Acaso sangre de Leibowitz? El padre abad opinaba que era jugo de manzana.) En todo caso, el plano estaba fechado en el Año de Gracia de 1956, es decir, parecía coetáneo del venerable fundador de la Orden.

En realidad, se sabía muy poco del beato Leibowitz; su historia se perdía entre las brumas del pasado, y la leyenda acababa de confundirla. Se afirmaba únicamente que Dios, para probar al género humano, había ordenado a los sabios de antaño –entre los que figuraba el bienaventurado Leibowitz– que perfeccionaran ciertas armas diabólicas, gracias a las cuales el Hombre, en el lapso de unas pocas semanas, había logrado destruir lo esencial de la civilización, suprimiendo al mismo tiempo un gran número de sus semejantes. Así se había producido el Diluvio de las Llamas, al que habían seguido epidemias y plagas diversas y, por último, la ola de locura colectiva que debía llevar a la Edad de la Simplificación. En el transcurso de esta última época, los últimos representantes de la Humanidad, presos de vengativo furor, habían despedazado a todos los políticos, técnicos y hombres de ciencia; además habían quemado todas las obras y documentos de los archivos que hubiesen permitido al género humano lanzarse de nuevo por las rutas de la destrucción científica. En aquel tiempo, todos los escritores, todos los hombres instruidos, habían sido perseguidos con un odio sin precedentes... hasta el punto de que la palabra «bobo» había llegado a ser sinónimo de ciudadano honrado, íntegro y virtuoso.

Para librase de las justificadas iras de los bobos supervivientes, muchos sabios y eruditos buscaron refugio bajo el manto de la Santa Madre iglesia. Esta los acogió en efecto, los vistió con hábitos monacales y se esforzó en librarlos de la persecución del populacho. Sin embargo, no siempre tuvo éxito este procedimiento, pues algunos monasterios fueron asaltados, arrojados al fuego sus archivos y textos sagrados, y ahorcados los que habían buscado refugio allí. En lo que atañe a Leibowitz, había buscado refugio entre los cistercienses. Pronunció sus votos, se hizo sacerdote y, al cabo de doce años, obtuvo autorización para fundar una nueva orden monástica, la de los «Albertinos», así llamada en recuerdo de Alberto el Grande, profesor del gran Santo Tomás de Aquino y patrón de los hombres de ciencia. La congregación recién creada debía consagrarse a la conservación de la cultura, así sagrada como profana, y sus miembros tenían por principal tarea transmitir a las generaciones venideras los escasos libros y documentos que habían escapado a la destrucción y que se mantenían ocultos en todos los rincones del mundo. No obstante, algunos bobos descubrieron que Leibowitz era un antiguo sabio, y éste sufrió el martirio de la horca. La Orden por él fundada siguió, empero, funcionando, y sus miembros, en cuanto volvió a permitirse la tenencia de documentos escritos, pudieron incluso dedicarse a reproducir de memoria las numerosas obras de tiempos pasados. Pero, como la memoria de estos analistas era forzosamente limitada (y, por lo demás, pocos de ellos poseían una cultura lo bastante vasta para comprender las ciencias físicas), los hermanos copistas consagraron sus mayores esfuerzos a los textos sagrados, así como a las obras literarias, y de cuestiones sociales. Y de este modo fue como, de todo el inmenso repertorio de los conocimientos humanos, no sobrevivió más que una mezquina colección de pequeños tratados manuscritos.

Al cabo de seis siglos de oscurantismo, los monjes seguían estudiando y copiando su mísera cosecha. Ciertamente la mayoría de los textos salvados por ellos no les eran de ninguna utilidad, e incluso algunos les resultaban totalmente incomprensibles. Pero a los buenos religiosos les bastaba con saber que en ellos se contenía el Conocimiento: su deber consistía en conservarlo y transmitirlo, aunque el oscurantismo universal tuviese que durar diez mil años...

El hermano Francis de Utah volvió al desierto, el año siguiente, y recomenzó su ayuno en la soledad. Y una vez más regresó al monasterio, débil y flaco y fue llevado a presencia del padre abad, el cual le preguntó si estaba al fin dispuesto a retractarse de sus extravagantes declaraciones.

–No puedo hacerlo, padre mío –repitió el novicio–, no puedo negar lo que he visto con mis ojos.

Y el abad, una vez más, le castigó según la regla; igualmente pospuso los votos a fecha ulterior...

Mientras tanto, los documentos contenidos en la caja habían sido confiados a un seminario para su estudio, después de copiados. Pero el hermano Francis seguía siendo un simple novicio; un novicio que no dejaba de soñar en el magnífico santuario que se construiría un día en el lugar del descubrimiento...

–¡Diabólica contumacia! –fulminaba el abad–. Si el peregrino de que nos habla ese idiota se dirigía, según se pretende, a nuestra abadía, ¿cómo es posible que no le hayamos visto...? ¡Y nada menos que un peregrino con taparrabos de arpillera!

Sin embargo esta historia del taparrabos de arpillera no dejaba de preocupar al buen padre. La tradición refería, en efecto, que al beato Leibowitz, antes de ahorcarlo le habían cubierto la cabeza con un saco de yute a guisa de capuchón.

El hermano Francis pasó siete años de noviciado y vivió en el desierto siete cuaresmas sucesivas. Gracias a este régimen, llegó a ser maestro en el arte de imitar el aullido de los lobos, y así solía, por pura diversión atraer a las manadas de fieras hasta los muros del convento, en las noches sin luna... Durante el día, se contentaba con trabajar en la cocina y fregar las baldosas del monasterio, mientras seguía estudiando a los autores antiguos.

Un buen día, un enviado del seminario llegó a la abadía montado en un asno y trayendo una noticia que produjo gran alegría:

–Ahora estamos ya seguros –anunció– de que los documentos encontrados cerca de aquí se remontan a la fecha indicada, y de que el plano, en especial, tiene alguna relación con la carrera de nuestro bienaventurado fundador. Ha sido enviado al Nuevo Vaticano, donde será objeto de un estudio más profundo.

–Así pues –interrogó el abad–, ¿puede tratarse a fin de cuentas de una reliquia verdadera de Leibowitz?

Pero el mensajero, poco deseoso de contraer responsabilidades se limitó a enarcar las cejas.

–Se dice de que Leibowitz era viudo cuando fue ordenado –dijo, dando un rodeo–. Naturalmente, si se pudiera descubrir el nombre de su difunta esposa...

Entonces el abad, recordando la noticia en que figuraba un nombre de mujer, enarco las cejas a su vez y sonrió.

Poco después mandó llamar al hermano Francis.

–Hijo mío –le dijo con aire positivamente satisfecho–, creo que ha llegado el momento de que pronunciéis por fin los votos solemnes. Séame permitido, en esta ocasión, felicitaros por la paciencia y la firmeza de intención de que nos habéis dado continuas pruebas. Desde luego, no volverá a hablarse de vuestro... ejem... encuentro con un... ejem... caminante del desierto. Sois un bobo de los buenos, y podéis arrodillaros si queréis recibir mi bendición.

El hermano Francis lanzó un profundo suspiro y se desmayó abrumado de emoción. El padre le bendijo, y después le reanimó y le permitió pronunciar sus votos perpetuos: pobreza, castidad, obediencia... y observación de la regla.

Algún tiempo después de aquello, el nuevo profesor de la orden albertina de los hermanos de Leibowitz fue destinado a la sala de los copistas, bajo la dirección de un monje anciano llamado Horner, y allí se puso a decorar concienzudamente las páginas de un tratado de álgebra con bellas estampas representando ramas de olivo y querubines mofletudos.

–Si lo deseáis –le anunció el viejo Horrner con su voz cascada–, podéis consagrar cinco horas de vuestro tiempo, todas las semanas, a una labor de vuestra elección... previa aprobación, naturalmente. En caso contrario, destinaréis estas cinco horas de trabajo facultativo a copiar la Summa Theologica1, así como los fragmentos de la Encyclopedia Britannica que han llegado hasta nosotros.

Después de reflexionar un rato, el joven monje preguntó:

–¿Podría consagrar estas horas a sacar una bella copia del plano de Leibowitz?

–No lo sé, hijo mío –respondió el hermano Horner, frunciendo las cejas–. Es este un asunto en el cual nuestro excelente padre se muestra un poco quisquilloso, ya lo sabéis... En fin –concluyó, antes las súplicas del joven copista–, os lo voy a permitir, ya que se trata de un trabajo que no os robará mucho tiempo.

El hermano Francis se proveyó, pues, del mejor pergamino que pudo encontrar y pasó varias semanas rascando y puliendo las piel con una piedra plana, hasta darle la blancura resplandeciente de la nieve. Después consagró otras semanas al estudio de las copias del precioso documento, hasta que se supo de memoria todos el trazado y todo el misterioso embrollo de líneas geométricas y de símbolos incomprensibles. Por fin se sintió capaz de reproducir, con los ojos cerrados, toda la asombrosa complejidad del documento. Entonces, pasó todavía varias semanas hurgando en la biblioteca del monasterio para descubrir documentos que le permitieran hacerse una idea, siquiera vaga, de la significación del plano.

El hermano Jeris, joven monje que trabajaba igualmente en la sala de copistas y se había burlado muchas veces de él y de sus misteriosas apariciones en el desierto, le sorprendió un día que se hallaba entregado a aquella tarea.

–¿Puedo preguntaros –le dijo, inclinándose sobre su hombro– lo que significa la frase «Mecanismo de Control Transistorial para Elemento 6-B»?

–Es, evidentemente, el nombre del objeto representado en el plano –respondió el hermano Francis, con cierta aspereza, pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en alta voz el título del documento.

–Sin duda... Pero, ¿qué representa el diseño?

–Pues... el mecanismo del control transistorial de un elemento 6-B, ¡naturalmente!

El hermano Jeris se echo a reír, y el joven copista enrojeció.

–Supongo –prosiguió– que el diseño representa en realidad algún concepto abstracto. En mi opinión, este Mecanismo de Control Transistorial debía ser una abstracción trascendental.

–¿Y en qué orden de conocimiento clasificaréis vuestra abstracción? –quiso saber Jeris, siempre sarcástico.

–Pues bien, veamos... –El hermano Francis vaciló un instante y después prosiguió–: Teniendo en cuenta los trabajos que realizaba el bienaventurado Leibowitz antes de entrar en religión, yo diría que el concepto de que aquí se trata tiene relación con le arte, hoy desaparecido, que antaño llamaban electrónica.

–Este nombre figura, en efecto, en los textos escritos que nos han sido transmitidos. Pero, ¿qué significa exactamente?

–Nos lo dicen los propios textos: el objeto de la electrónica es la utilización del Electrón, que en uno de los manuscritos que poseemos, desgraciadamente incompleto, se define como una Torsión de la Nada Cargada Negativamente2.

–Vuestros conocimientos me llenan de asombro –encomió Jeris–. ¿Puedo preguntaros ahora lo que significa la negación de la nada?

El hermano Francis, cada vez más sofocado, empezó a balbucear.

–La torsión negativa de la nada –prosiguió el implacable Jeris– debe llevar forzosamente a algo positivo. Supongo, pues, hermano Francis, que lograréis fabricarnos este algo, si dedicáis a ello todos vuestros esfuerzos. Gracias a vos, llegará indudablemente el día en que poseeremos el famoso Electrón. Pero, ¿qué haremos con él? ¿Dónde lo pondremos? ¿Acaso en el altar mayor?

–No lo sé –respondió el hermano Francis, que empezaba a amoscarse–, como tampoco sé lo que era un Electrón ni para que servía. Sólo tengo la convicción profunda de que la cosa debió existir en algún tiempo. Esto es todo

Con una risa burlona, Jeris, el iconoclasta, le dejó y volvió a su trabajo. El incidente entristeció al hermano Francis, pero sin apartarle lo más mínimo del proyecto que se había trazado. En cuanto hubo asimilado la escasa información que podía proporcionarle la biblioteca del monasterio sobre el arte perdido en que se había inspirado Leibowitz, esbozó algunos anteproyectos del plano que se proponía estampar en su pergamino. En cuanto al propio diseño, como no podía penetrar su significado, lo reproduciría tal cual se mostraba en el documento original. Para ello, emplearía tinta negra; por el contrario en la reproducción de las cifras y leyendas del plano adoptaría tintas de colores y caracteres de fantasía. Decidió igualmente, romper la austera y geométrica monotonía del original, adornando la reproducción con palomas y querubines, verdes hojas de parra, frutos dorados y pájaros multicolores, amén de una astuta serpiente. En la parte alta de su obra, trazaría una representación simbólica de la Santísima Trinidad, y al pie, haciendo juego, el dibujo de la cota de malla que era emblema de su Orden. Así se dignificaría debidamente el Mecanismo de Control transistorial del beato Leibowitz, y su mensaje hablaría a los ojos al mismo tiempo que al espíritu.

Cuando hubo terminado el boceto preliminar, lo sometió tímidamente a la aprobación del hermano Horner.

–Advierto –dijo el viejo monje, en un tono matizado de cierto remordimiento– que este trabajo os ocupará mucho más tiempo de lo que había calculado... Pero, ¡qué importa! Proseguid. El dibujo es bello, bellísimo.

–Gracias, hermano.

El hermano Horner guiñó un ojo al joven religioso.

–Me he enterado –le dijo confiadamente– de que han decidido activar las formalidades necesarias para la canonización del beato Leibowitz. Por lo tanto, es probable que nuestro excelente Padre se sienta ahora mucho menos inquieto acerca de lo que vos sabéis.

Desde luego, todo el mundo estaba al corriente de esta importante noticia. La beatificación de Leibowitz era desde hacía tiempo un hecho consumado, pero las últimas formalidades que debían convertirle en santo podían requerir aún un buen número de años. Además, siempre era de temer que el Abogado del Diablo descubriese algún motivo que hiciese imposible la canonización proyectada.

Al cabo de largos mese, el hermano Francis puso al fin manos a la obra, trazando amorosamente en el bello pergamino los finos arabescos, las volutas complicadas y las elegantes iluminaciones realizadas con panes de oro. Había emprendido un trabajo muy laborioso, que requería muchos años para ser llevado a buen fin. Naturalmente, los ojos del copista se resintieron de la dura prueba, y tuvo que interrumpir a veces su labor durante largas semanas, por miedo de que un error debido a la fatiga echase a perder toda la obra. Sin embargo, el trabajo iba tomando forma poco a poco, y adquiría una belleza tan grandiosa que todos los monjes de la abadía acudían a contemplarlo, admirados. Sólo el escéptico hermano Jeris seguía con sus críticas.

–Me pregunto –decía– por qué no consagráis vuestro tiempo a algo útil.

Esto era, al menos, lo que el hacía, puesto que fabricaba pantallas de pergamino decorado para las lámparas de aceite de la capilla.

Mientras tanto, el viejo hermano Horner cayó enfermo y declino rápidamente. Llegados los primeros días de Adviento, sus hermanos cantaron para él la Misa de Difuntos, y entregaron sus restos mortales a la tierra original. El abad nombró el hermano Jeris para suceder al difunto en la dirección de los copistas, y el envidioso lo aprovechó en seguida para ordenar al hermano Francis que abandonara su obra maestra. Ya era hora, le dijo, de que dejara sus puerilidades; ahora fabricaría pantallas. El hermano Francis puso a buen recaudo el fruto de sus veladas y obedeció sin chistar. Mientras pintaba sus pantallas, se consolaba pensando que todos somos mortales... Sin duda, un día el alma del hermano Jeris iría a juntarse en el Paraíso con la del hermano Horner, pues, a fin de cuentas, la sala de los copistas no era más que la antecámara de la Vida Eterna. Entonces, Dios mediante, podría reanudar su interrumpida obra maestra.

Sin embargo, la divina Providencia tomó cartas en el asunto mucho antes de la muerte del hermano Jeris. Durante el verano siguiente, un obispo montado en un mulo y acompañado de un nutrido séquito de dignatarios eclesiásticos llegó a llamar a la puerta del monasterio. El Nuevo Vaticano –anunció– le había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz y solicitaba del padre abad todos los informes que pudieran servirle de ayuda en su misión; en particular, deseaba obtener algunas aclaraciones sobre una aparición del beato, con la que se decía había sido honrado un cierto hermano Francis Gerard de Utah.

El enviado del Nuevo Vaticano fue calurosamente recibido como merecía su dignidad. Fue alojado en el departamento reservado a los prelados que visitaban el monasterio, y seis novicios fueron puestos a su servicio. Se descorcharon en su honor las mejores botellas, se asaron los más delicados volátiles, e incluso se atendió a sus distracciones, contratando todas las noches a varios violinistas y a toda una compañía de payasos.

Hacía tres días que el obispo se encontraba allí cuando el buen padre abad llamó a su presencia al hermano Francis.

–Monseñor Di Simone desea veros –dijo–. Si por desgracia dais rienda suelta a vuestra imaginación, haremos cuerdas de violín con vuestras tripas, arrojaremos vuestro cadáver a los lobos y enterraremos vuestros huesos en tierra no sagrada... Ahora, hijo mío, id en paz. Monseñor os espera.

El hermano Francis no necesitaba la advertencia del buen padre para contener la lengua. Desde el día ya lejano en que la fiebre le había hecho locuaz después de su primera Cuaresma en el desierto, se había guardado muy bien de decir una palabra sobre el encuentro con el peregrino. Pero le emocionaba el comprobar que las altas jerarquías eclesiásticas se interesaban bruscamente por el peregrino, y por ello el corazón le latía fuertemente al llegar a presencia del obispo.

Sin embargo, sus temores resultaron infundados. El prelado era un anciano de aire paternal, que pareció interesado ante todo en la carrera del frailuco.

–Y ahora –le dijo al cabo de un rato de amable charla– habladme de vuestro encuentro con le bienaventurado fundador.

–¡Oh, Monseñor! Yo no he dicho nunca que se tratase del beato Lei...

–Claro, claro, hijo mío... Aquí traigo un proceso verbal de la aparición. Ha sido redactado de acuerdo con informaciones recogidas en las mejores fuentes. Sólo os pido que lo leáis. Después, confirmaréis su exactitud, o lo corregiréis, en caso necesario. Este documento se apoya sólo en referencias. En realidad, sólo vos podéis decirnos lo que ocurrió exactamente. Os pido que lo leáis con mucha atención.

El hermano Francis tomó el grueso legajo que le tendía el prelado y empezó a leer el relato oficial con creciente aprensión, que no tardó en convertirse en verdadero espanto.

–Parecéis trastornado, hijo mío –observó el obispo–. ¿Habéis observado acaso algún error?

–Es que... es que... no es esto... Las cosas no pasaron así... ¡en absoluto! –gimió el desdichado fraile, aterrado–. Yo no le vi más que una vez, y se limitó a preguntarme el camino a la abadía. Después golpeó con el bastón la piedra bajo la cual descubrí las reliquias...

–Entonces, si he comprendido bien, ¿no hubo coro celestial?

–Oh, no.

–¿Ni una aureola alrededor de su cabeza, ni una alfombra de flores que se iba extendiendo bajo sus pies a medida que andaba?

–Ante Dios que me está viendo, Monseñor, ¡afirmo que nada de esto se produjo!

–Bueno, bueno –dijo el obispo, suspirando–. Ya sé que las historias que cuentan los viajeros son siempre exageradas...

Como parecía desilusionado, el hermano Francis se apresuró a excusarse, pero el abogado del futuro santo le tranquilizó con un ademán.

–No importa, hijo mío –le aseguró–. A Dios gracias, no faltan milagros, debidamente comprobados. Por otra parte, los documentos que descubristeis nos han sido de utilidad, puesto que nos han permitido conocer el nombre de la esposa de vuestro venerable fundador, que murió, como bien sabéis, antes de que él entrase en religión.

–¿De veras, Monseñor?

A pesar de su visible desencanto ante el relato que de su encuentro con el peregrino le había hecho el joven fraile, monseñor Di Simone no pasó menos de cinco días enteros en el lugar en que Francis había descubierto la caja de metal. Le acompañaba una cohorte de jóvenes novicios, armados de palas y picos... Después de mucho cavar, el obispo regresó a la abadía, al atardecer del quinto día, con un rico botín de objetos diversos, entre los cuales se contaba una vieja caja de aluminio que aún contenía restos de un masa gelatinosa seca que tal vez había sido antaño berza en conserva.

Antes de partir de la abadía, visitó la sala de los copistas y quiso ver la reproducción hecha por el hermano Francis del famoso azul de Leibowitz. El monje entre protestas de que la cosa no valía la pena, se lo mostró con mano temblorosa.

–¡Canastos! –exclamó el obispo (o al menos esto fue lo que creyeron oír)–. Hay que terminar este trabajo, hijo mío, ¡hay que terminarlo!

Sonriendo, el fraile buscó la mirada del hermano Jeris. Pero el otro se apresuró a volver la cabeza. Al día siguiente, el hermano Francis volvía a su trabajo, con grandes refuerzos de plumas de oca, panes de oro y pinceles diversos.

...Seguía trabajando en ello cuando una nueva delegación del Vaticano se presentó en el monasterio. Esta vez, la comitiva era numerosa, e incluso había en ella guardias armados para rechazar los ataques de los salteadores. Al frente de ella, montado en una mula negra, se erguía un prelado de pequeños cuernos y colmillos acerados (al menos, así lo afirmaron varios novicios). Declaró ser el Advocatus Diaboli, encargado de oponerse por todos los medios a la canonización de Leibowitz, y explico que el objeto de su visita a la abadía era investigar ciertos rumores absurdos, propalados por frailucos histéricos, que habían llegado hasta las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. Sólo con ver al emisario, uno se daba cuenta en seguida de que no era hombre capaz de dejarse engatusar.

El abad le recibió cortésmente y le ofreció una pequeña cama metálica en una celda orientada al Sur, excusándose de no poder aposentarle en el departamento de honor, provisionalmente inhabilitado por razones de higiene. El nuevo huésped tuvo que contentarse, para su servicio, con las personas de su séquito, y compartió, en el refectorio, el yantar ordinario de los monjes: hierbas cocidas y caldo de raíces.

–He oído decir que padecéis crisis nerviosas, con pérdida del sentido –le dijo al hermano Francis, cuando el fraile compareció ante él–. ¿Cuántos locos o epilépticos ha habido entre vuestros antepasados o parientes?

–Ninguno, Excelencia.

–¡No me llaméis Excelencia! –rugió el dignatario–. Y tened el convencimiento de que no me costará nada que contestéis la verdad.

Hablaba de esta formalidad como de una intervención quirúrgica de las más vulgares, y pensaba, por lo visto, que habría de realizarse años atrás.

–Sabéis sin duda –prosiguió– que existen procedimientos para hacer que los documentos nuevos parezcan antiguos, ¿no es cierto?

El hermano Francis lo ignoraba.

–Sabéis igualmente que la esposa de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es, en absoluto diminutivo de aquel nombre, ¿verdad?

Francis tampoco estaba muy informado de esto. Recordaba únicamente que sus padres, cuando él era niño, empleaban a veces ciertos diminutivos un poco a la ligera... «además –dijo para sí–, si el beato Leibowitz, a quien Dios bendiga, decidió llamar Emma a su mujer, estoy seguro de que tuvo sus razones...»

Entonces el enviado del Nuevo Vaticano la emprendió con un curso de semántica, tan furioso y tan vehemente que el desdichado frailuco creyó perder la razón. Al terminar la tormentosa sesión, no sabía siquiera si era cierto o no que hubiese visto un día un peregrino.

Antes de partir, el Abogado del Diablo quiso ver también la copia iluminada que había hecho Francis, y el desdichado se la mostró, con la muerte en el alma. Por lo pronto, el prelado se quedó asombrado; después tragó saliva y pareció que hacía un esfuerzo para decir algo.

–Ciertamente, no carecéis de imaginación –dijo–. Pero creo que esto lo sabían ya todos los de aquí.

Los cuernos del emisario habían menguado varios centímetros y el hombre partió aquella misma tarde hacía el Nuevo Vaticano.

...Y fueron transcurriendo los años, añadiendo algunas arrugas a los rostros jóvenes y algunas canas a las sienes de los frailes. En el monasterio, la vida seguía su curso, y los monjes continuaban sumidos en sus copias, como en tiempos pasados. Un buen día, el hermano Jeris concibió el proyecto de construir una prensa de imprimir. Cuando el abad le preguntó el motivo, sólo supo responder:

–Para aumentar la producción.

–¿Ah, sí? –replicó el padre–. ¿Y de qué creéis que servirán vuestros papelotes en un mundo en que la gente se considera dichosa de no saber leer? ¿Tal vez pensáis venderlos a los campesinos para encender el fuego, no?

Mortificado, el hermano Jeris encogió tristemente los hombros... y los copistas del monasterio siguieron trabajando con plumas de oca...

Por, fin un mañana de primavera, poco antes de Cuaresma, se presentó un nuevo mensajero en el monasterio trayendo una buena, excelente noticia: el expediente para la canonización de Leibowitz estaba ya completo; el Sacro Colegio no tardaría en reunirse, y el fundador de la Orden Albertina figuraría pronto entre los santos del calendario.

Mientras se regocijaba toda la comunidad, el padre abad –ahora ya muy viejo y bastante complaciente– hizo llamar al hermano Francis.

–Su Santidad requiere vuestra presencia en las fiestas que van a celebrarse con motivo de la canonización de Isaac Edward Leibowitz –murmuró–. Disponeos a partir.

Y añadió en tono gruñón:

–Si queréis desmayaros, ¡hacedlo en otra parte!

El viaje del fraile a Nuevo Vaticano le llevaría al menos tres meses, o acaso más: todo dependería de la distancia que pudiese cubrir antes de que los inevitables salteadores lo privaran de su asno.

Partió solo y desarmado, provisto únicamente de unas alforjas de mendicante. Apretaba contra su corazón la copia iluminada del plano de Leibowitz, y rogaba a Dios que no se la robasen. Claro que los bandoleros eran gente ignorante y no habrían sabido qué hacer con ello... Sin embargo, y por precaución, el fraile se había tapado un ojo con un trocito de paño negro. Los campesinos eran supersticiosos y la amenaza del «mal de ojo» bastaba a veces para ponerlos en fuga.

Después de dos meses y algunos días de viaje, el hermano Francis tropezó con su ladrón en un sendero montañoso, rodeado de bosques espesos y lejos de todo lugar habitado. Era un hombre de corta talla, pero robusto como un buey. Separadas las piernas y cruzados los poderosos brazos sobre el pecho, esperaba en medio del sendero la llegada del fraile, que avanzaba hacía él, al paso lento de su montura... Parecía estar solo y no llevaba más arma que un cuchillo, que ni siquiera se sacó de la cintura. Aquel encuentro produjo al monje una profunda desilusión; en lo más hondo de su corazón, a lo largo de todo el camino, no había dejado de esperar que encontraría un día al peregrino de antaño.

–¡Alto!– ordenó el ladrón.

El asno se detuvo por su cuenta. El hermano Francis se alzó la capucha para mostrar el parche negro y se llevó lentamente la mano al ojo, como dispuesto a descubrir un horrible espectáculo disimulado por el paño. Pero el hombre echó la cabeza atrás y lanzó una risotada siniestra y realmente satánica. El fraile se apresuró a mascullar un exorcismo, cosa que tampoco pareció impresionar al ladrón.

–Eso hace ya años que no sirve –le dijo–. Vamos, apéate.

El hermano Francis se encogió de hombros, sonrió y se apeo de su montura sin protestar.

–Buenos días, señor –dijo, en amable tono–. Podéis llevaros el asno. Me sentará bien andar un poco.

Y ya se alejaba cuando el ladrón le cerró el paso.

–¡Espera! ¡Desnúdate completamente y déjame ver lo que llevas en ese paquete!

El monje le mostró sus alforjas, con un pequeño ademán de excusa, pero el otro se echó a reír a más y mejor.

–¡También conozco el truco de la pobreza! –dijo a su víctima en tono sarcástico–. El último mendigo que detuve llevaba medio kilo de oro encima... Vamos, pronto, ¡desnúdate!

Cuando el fraile lo hubo hecho, el hombre registró sus vestiduras, no encontró nada y se las devolvió.

–Ahora –prosiguió–, veamos ese paquete.

–No es más que un documento que carece de valor para quien no sea su dueño.

–¡Abre el paquete, te he dicho!

El hermano Francis obedeció sin chistar y pronto resplandecieron bajo el sol las iluminaciones del pergamino. El ladrón lanzó un silbido de admiración.

–¡Qué bonito! A mi mujer le gustará para colgarlo en la pared de la choza.

El pobre fraile, al oírlo, sintió que le fallaba el corazón y se puso a murmurar una plegaria silenciosa: «Si lo has enviado Tú, Señor, para probarme –suplicó desde lo más profundo de su alma–, dame al menos el valor de morir como un hombre, pues, si está escrito que tiene que robármelo, ¡tendrá que hacerlo al cadáver de Tu indigno siervo!»

–¡Envuélvemelo! –ordenó de pronto el ladrón, que sabía lo que quería.

–Os lo ruego, señor –gimió el hermano Francis–, ¿cómo podéis privar a un pobre hombre de una obra en la que ha empleado toda su vida...? Quince años he pasado iluminando este manuscrito y...

–¿Cómo? –le interrumpió el ladrón–. ¿Lo has hecho tú mismo?

Y se desternilló de risa.

–No comprendo, señor –replicó el monje, enrojeciendo ligeramente–, lo que puede tener de gracioso...

–¡Quince años! –exclamó el hombre, entre dos accesos de risa–. ¡Quince años! ¿Y por qué?, te pregunto. ¡Por un pedazo de papel! ¡Quince años...! ¡Ja, ja!

Y asiendo con ambas manos la hoja iluminada, se dispuso a desgarrarla. Entonces el hermano Francis de dejó caer de rodillas en medio del sendero.

–¡Jesús, María y José! –exclamó–. ¡Os lo suplico, señor, en nombre del Cielo!

El ladrón pareció ablandarse un poco; arrojando el pergamino al suelo, preguntó burlón:

–¿Estarías dispuesto a luchar por tu pedazo de papel?

–¡Lo que queráis señor! ¡Haré todo lo que queráis!

Ambos se pusieron en guardia. El fraile se santiguó precipitadamente e invocó al Cielo, recordando que antaño la lucha había sido un deporte autorizado por la divinidad... Después se lanzó al combate.

Tres segundos más tarde yacía sobre los puntiagudos guijarros que le laceraban el espinazo, medio asfixiado bajo una pequeña montaña de duros músculos.

–¡Ya está! –dijo, modestamente, el ladrón, levantándose y cogiendo el pergamino.

Pero el fraile se arrastró de rodillas, juntando las manos y ensordeciéndole con sus súplicas desesperadas.

–Creo –se burló el ladrón– que serías capaz de besarme los zapatos con tal de que te devolviese el dibujo.

Por toda respuesta, el hermano Francis le alcanzó de un salto y empezó a besar fervorosamente las botas del vencedor.

Esto era ya demasiado, incluso para un pillastre de siete leguas. Lanzó un juramento, arrojó el manuscrito al suelo, montó en el asno y se alejó... Inmediatamente, el hermano Francis se lanzó sobre el documento y lo recogió del suelo. Después trotó detrás del hombre, implorando para él todas las bendiciones del cielo, dando gracias al Señor por haber creado malandrines tan desinteresados.

Sin embargo, cuando el ladrón y su asno hubieron desaparecido en la arboleda, el monje empezó a preguntarse, con un poco de tristeza, por qué razón, en efecto, había consagrado quince años de su vida a este pedazo de pergamino... Las palabras del ladrón resonaban aún en sus oídos: «¿Y por qué?, te pregunto...» Sí, ¿por qué?, ¿por qué razón?

El hermano Francis reanudó su camino, pensativo y con la cabeza gacha bajo el capuchón... Incluso hubo un momento en que se le ocurrió la idea de arrojar el documento entre los matorrales y dejarlo allí, bajo la lluvia... Pero el padre abad había aprobado su deseo de entregarlo a las autoridades de Nuevo Vaticano, a modo de presente. El monje pensó que no podía presentarse allí con las manos vacías, y, ya serenado, prosiguió el camino.

Había llegado el momento. Perdido en la inmensa y majestuosa basílica, el hermano Francis se hallaba sumido en la prestigiosa magia de colores y sones. Después de invocar el Espíritu infalible, símbolo de toda perfección, se levantó un obispo –el monje advirtió que era monseñor Di Simone, abogado del santo–, quien pidió a san Pedro que se pronunciara, por medio de S.S. León XXII, y ordenó a todos los reunidos que prestaran oído atento a las solemnes palabras que iban a ser pronunciadas.

Un momento después, el papa se levantó despacio y proclamó que Isaac Edward Leibowitz debía ser en adelante venerado como santo. Asunto concluido. El oscuro técnico de antaño formaba ya parte de la celeste falange. El hermano Francis dirigió en seguida una devota plegaria a su nuevo patrón, mientras el coro cantaba el Te Deum.

Un rato más tarde, y andando con un paso vivo, el Soberano Pontífice apareció tan bruscamente en la sala de audiencias donde esperaba el frailuco, que la sorpresa cortó el resuello al hermano Francis, privándole del uso de la palabra. Se arrodilló apresuradamente para besar el anillo del Pescador y recibir la bendición, y después se levantó torpemente, sin saber qué hacer con el bello pergamino iluminado que sostenía detrás de la espalda. Comprendiendo el motivo de su turbación, el papa sonrió.

–¿Acaso nuestro hijo nos trae un presente? –preguntó.

El monje farfulló algo ininteligible; asintió estúpidamente con la cabeza y por fin alargó su manuscrito, que el Vicario de Cristo observó largamente sin decir palabra y con rostro impasible.

–No es nada –masculló el hermano Francis, que sentía aumentar su turbación a medida que se prolongaba el silencio del Pontífice–, no es más que una pequeñez, un miserable presente... Incluso me avergüenzo de haber pasado tanto tiempo en...

Se detuvo en seco, ahogado por la emoción.

Pero el papa parecía no haber oído.

–¿Comprendes el significado del simbolismo empleado por san Isaac?– preguntó al fraile, sin dejar de examinar con curiosidad el misterioso trazado del plano.

El hermano Francis, por toda respuesta, sacudió negativamente la cabeza.

–Sea cual fuere su significación... –comenzó el papa; pero se interrumpió de golpe y empezó a hablar de otra cosa.

Si habían hecho al fraile el honor de recibirle, le explicó, no era porque las autoridades eclesiásticas se hubiesen formado una opinión oficial sobre el peregrino que el monje había visto... El hermano Francis había sido tratado de esta suerte porque se le quería recompensar por el hallazgo de importantes documentos y reliquias. Así se había juzgado su hallazgo, sin tener absolutamente en cuenta las circunstancias que lo acompañaron.

–Sea cual fuere su significación –repitió al fin–, este fragmento de saber, muerto en la actualidad, recobrará vida algún día.

Sonriendo, dirigió al monje un pequeño guiño.

–Y nosotros lo conservaremos celosamente hasta que aquel día llegue –concluyó.

Sólo entonces advirtió el hermano Francis que la sotana blanca del papa tenía un agujero y que todas sus vestiduras estaban bastante usadas. La alfombra de la sala de audiencias estaba también muy raída en algunos sitios, y el yeso del techo se caía visiblemente a pedazos.

Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros, había libros, libros enriquecidos con admirables iluminaciones, libros que trataban de cosas incomprensibles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en comprender, sino en conservar. Y estos libros esperaban que llegase su hora.

–Adiós, mi querido hijo.

El humilde guardián de la llama del saber marchó a pie a su lejana abadía... Cuando se acercó a la comarca en que merodeaba el ladrón, se sintió llenó de alegría. Si aquel día el ladrón estaba de descanso, se sentaría a esperar su regreso. Porque esta vez sabía ya lo que tenía que responder a su pregunta.



1Evidentemente, se refiere a la Suma de Santo Tomás de Aquino.

2 Definición exacta (dada por el profesor León Brillovin, y utilizada por Robert Andrews Mullikan, premio Nobel). Resulta incomprensible se se desconoce el contexto, o sea, toda la compleja estructura de nuestra Física.


Walter M. Müller.