jueves, noviembre 16, 2006


Apareció en el umbral de la puerta y lo llenó por completo. Ha venido como todos los días a decir que se va a trabajar y a darme el beso que desde siempre (tiene que ser desde siempre porque ya no recuerdo un tiempo anterior sin el) me da todas las mañanas. Lo escucho, pero esta mañana en que el sol se cuela por mi ventana, lo hago sin demasiada atención: panzón de mierda, como si no supiera que te sigues acostando con cuanta vieja se te cruza por ahí. Pero no es esto lo que me hace sentir ajena; este preciso día me duele mucho más que nunca. Creo que este año no cargo los peregrinos. Cómo extrañaré mi casa azul… pero ni por eso regresaría. Con una chingada si hay que volver a esta porquería de mundo. No sé como o con quién tendría que arreglarme, pero no volveré. Ya lo verán.


Cuando pienso en que todo lo soportado es quizá por alguna razón que no alcanzo a comprender, que ha sido para expresar a través de la pintura lo que sentía, pensaba, deseaba. Lo peor es que por dejar el alma en esos lienzos no me han retribuido lo que, creía, sería justo: siempre andar persiguiendo lo necesario para subsistir. Y no estoy muy segura de que alguien verdaderamente haya comprendido. Quién sabe, algún día, mi obra será estimada, valorada en su apropiado lugar y quiza hasta se pelearán por ella… pude ser, pero para entonces aunque yo estaré todavía aquí en Coyoacán, no podré verlo; ni disfrutarlo.

Miranda entró como cada año al museo que tanto le gustaba. Le quedaba poco a sus vacaciones, pero no quería irse sin visitarlo también esta vez, sobre todo después de la tan traída y llevada película del verano anterior la cual le había fascinado. El cielo eternamente gris le había dado una tregua esa tibia mañana de un raro día de verano, así que recorrió lentamente las pocas salas del museo que ahora le pareció mas pequeño. Pero esta ocasión cada pintura habló a su corazón llegando hasta la última fibra de su ser, ¿o este preciso día se sentía justamente como la autora? Bueno no exactamente como ella, después de todo Miranda gozaba de buena salud. Pero a pesar de su contrastante salud pudo dejarse robar el alma mientras se sumergía en cada lienzo que aparecía ante ella. Los últimos días había aumentado su ansiedad, quería que el tiempo pasara lo más rápido posible, que volara, para estar nuevamente en su hogar. Aunque igualmente pesaba la incertidumbre de lo que sería en adelante su vida; las múltiples barreras a las que tendría que enfrentarse ahora; la desazón de la vida cotidiana tan llena de alegrías pero con todas sus sombras que nunca desaparecen. Extrañaba mucho a su novio, el cual la extrañaba y la celaba más, pues era demasiado dos meses cuando ella decía, no es tan malo tomar vacaciones. Por esta y otras razones que se me escapan, Miranda sintió cada espina que vio en óleo, absorbió el aroma de cada sandía el cual detestaba más que nada (por qué no puede oler como las piñas y los mangos), y se acercó demasiado, incluso para ella, a la muerte retratada en calaveras. Quedó abrumada porque entonces entendió, por primera vez, todo lo que la pintora había pensado en su última tarde, antes de beberse todo lo que pudo para no regresar nunca más.

Y estoy yo, con quien ha soñado Miranda esta tibia mañana en un extraño día de verano, y que desde todos los siglos ha comprendido sus eternos silencios, sus largos ratos acompañados por la soledad, sus horas oscuras. La miro salir conmovida del museo y me mira, pero al tratar de llamarla no me escucha: no puedo hablar porque mi voz se la lleva el viento que súbitamente ha comenzado a soplar y a nublar este sol no esperado. Miranda no me reconoce y así repentinamente como aparecí yo en este sueño que tienes, se transforma y elevándose se va hacia el blanco norte.


Friducia.

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