martes, diciembre 19, 2006



La poeta Wisława Szymborska





Ambos están convencidos
de que los ha unido un sentimiento repentino.
Es hermosa esa seguridad pero
la inseguridad es más hermosa.

Imaginan que como antes no se conocían
no había sucedido nada entre ellos.
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado?

Me gustaría preguntarles
si no recuerdan
—quizá un encuentro frente a frente
alguna vez en una puerta giratoria,
o algún "lo siento"
o el sonido de "se ha equivocado" en el teléfono—,
pero conozco su respuesta.
No recuerdan.

Se sorprenderían
de saber que hace mucho tiempo
que la casualidad juega con ellos,

una casualidad no del todo preparada
para convertirse en su destino
que los acercaba y alejaba,

que se interponía en su camino
y que conteniendo la risa
se apartaba a un lado.

Hubo signos, señales,
pero qué hacer si no eran comprensibles.
¿No había revoloteado
una hoja de un hombro a otro
hace tres años
o incluso el último martes?

Hubo algo perdido y encontrado.
Quién sabe si alguna pelota
en los matorrales de la infancia.

Hubo picaportes y timbres
en los que un tacto
se sobrepuso a otro tacto.
Maletas, una junto a la otra, en una consigna.

Quizá una cierta noche el mismo sueño
desaparecido inmediatamente después del despertar.

Todo principio
no es sino una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto por la mitad.

Wisława Szymborska, Amor a primera vista, en Fin y principio, 1993.


Reconstruir los pasos de Miranda en la Antequera, es difícil y sencillo a la vez. Los sitios y el cielo son los mismos: imaginarla fácil. El camino que la llevó y me trajo también es igual; la monotonía y la majestad son otra cosa. Porque si bien el monótono camino para llegar fue igual para ella y para mí, la magnificencia del paisaje a mí me minimiza, me abisma; mientras a ella la deja indiferente, la aburre y la duerme. Miranda dormida camino de la tierra entre las nubes y yo aprendiendo a fumar por una mujer. La rubia y sencilla cauda de Miranda en medio de la verdinegra noche oaxaqueña acompañada de todo lo que es igual a ella; no está sola. Y el velo de Isis que se descorre y por sólo un instante me muestra y hace huésped del paraíso. En esta noche de frío y estrellas todo queda claro para mí: nadie elude a su ciego destino. Tampoco yo. Ésta es la Epifanía. Después todo vuelve a su sitio. Ciudad de extraños, pero curiosamente los mismos de siempre, ésta como todas las demás: maravillosamente horrible. El espacio se acaba como también el tiempo. Animales de costumbres, Miranda salvaje vuelve a la tundra blanca que le hizo nacer, mientras desespero por volver a las mías: hastío conocido pero necesario para mitigar éste otro hastío. Necesidad de silencio, y de gritarlo a los cuatro vientos. Soledad sentida a lado de Miranda. Certeza de que todo quedará inconcluso. Igual que el mundo.

A mis fantasmas.