miércoles, abril 05, 2006


LA INACCESIBLE


I
En tu ciudad y laberinto

Guardo en la lengua un último recuerdo: el sabor del mar en la más baja marea de tu aliento. Llegar a ti era esperar de todos tus mares la caída y descender con ellos hasta tu boca voraz de todos los comienzos: nada vi en tu laberinto, entré sin ojos, tocando las paredes, oyéndote llegar, sabiéndote perdida. Los hilos de tu voz me condujeron y estuve así contigo en tu ciudad inaccesible: con tu voz al mar atado sin saberlo. Estoy ahí, nunca he salido.

II
En la luz, un hueco

A Mogador la inaccesible, a la ciudad arrinconada de Mogador, sólo se llegaba por agua. Más de una vez me dijeron y con diferentes palabras, que eran necesarias las pausas del mar para ir reteniendo en los ojos la piedra blanca de los muros que la rodean. Así la vi desde el agua: todo el peso del sol depositado en cada grano de sus piedras, como si la luz que ciega y su intermitencia le fueran imponiendo al que llega el tiempo y la manera de acercarse. Lo más claro del día que amainaba cualquier proximidad abrupta y el más lento vaivén del agua como el modo suave de aumentar la cercanía.

III
Un mar en el viento

Ya me rodeaba más que el mar su ruido. Su espuma rota sonando a saliva en cada leño del muelle. Su aire de sal picándome la lengua, cociendo todos los muros: lago diluido a soplos, tan ligero que flota cerca del mar, que no se aleja de la humedad en olas porque es la humedad misma a punto de convertirse en mar. Es el anuncio del agua en el viento lo que me envuelve. Mogador, con su lluvia indecisa de sal sobre el muelle.

IV
Un eco antes del ruido

El día comenzaba cuando bajé del barco, pero en mí se había impuesto ya la sensación de cruzar tres noches seguidas, de haber dormido y por eso mirar todo cada vez con más reposo. Las cosas que acababan de sucederme, las palabras que apenas había oído, volvían en mi recuerdo instantáneo como si vinieran de muy lejos, como si el horizonte las retuviera allá al fondo y ahora sólo me llegara, como hebra muy delgada, su eco.
V
Lengua fugaz

El largo crujido de la pasarela se perdió entre gritos de estibadores y marinos. Hasta el agua rasgándose en los arrecifes era voz gutural de una lengua huidiza. Algunas de esas voces parecían tocarme y la humedad que brotó en mí era sin duda parte de una cálida conversación demorada. Tu nombre se insinuaba, ahora lo sé, entre dos pasos, entre el calor y el viento, sin que yo supiera retener sus sílabas. Todo era pronunciado en una calma submarina, inundada de sol.

VI
De un tiempo roto

Trataba de apresar con la punta de los dedos mis sonidos, pero sólo verificaba los huecos que dejaban huyendo. Me aferraba al graznido de una gaviota, al estruendo breve de su aleteo, como quien al despertar cierra de nuevo los ojos: quiere restaurar al sueño y sus habitantes, su luz, su sal, su viento, sus pausas de mar provocando la caída de otra noche. Porque hay pausas que son así: sin ser luz rompen la noche y nos obligan a ir recogiendo su oscuridad primaria en todas las esquinas, en todos los muelles y barcos; trozos de negro estrellada en las bolsas de los viajeros, en el puño cerrado de los estibadores, en el fondo de los ojos, en la parte inclinada de las barcas, en la sombra de mis pies dormidos que descienden por fin a la ciudad temida. Los días no me cabían más en los días y comencé a lanzar con tirones breves mis pasos por los largos corredores empedrados; me fui encajando en las calles, me fui perdiendo en sus hilos.

VII
Alas de la calle

Como las calles eran calientes el viento las removía calmando un lento hervor de siglos de sol sobre las piedras. Yo sentía ese calor milenario asentándose en los pasadizos de la ciudad como algo exageradamente emotivo: un gesto tan dramático que conmovía a las piedras. Y mientras caminaba rumiando la imagen de las rocas que afectadas hierven en algunas circunstancias, vi burbujas quietas, duras, mirándome desde el suelo, recordándome la vaporosa agitación del thé en ese instante que eligen los líquidos para arrojar a su superficie un multiplicado simulacro de fugaces ojos de pez rellenos de aire: los ojos de las rocas se entreabrían, porque el viento soplaba sobre cada adoquín curvo, desgastado, como insinuando al oído de un animal recién reencarnado que ya era hora de elevarse, que la vida de las piedras comenzaba, que removieran sus párpados, que la calle entera había dormido vidas ajenas y en cualquier momento abrirían mil adoquines sus alas.

VIII
Vida de las piedras

Era aquí la piedra la materia más ausente y fue oportuna la caída de un inmenso aerolito para construir la ciudad. De él se hicieron las murallas, los templos, las torres y las casa. Dicen por eso que la ciudad es un regalo del cielo, que los primeros habitantes eran semidioses capaces de moldear las materias divinas y que en Mogador estaba la única escalera —la espiral de luz— que unía al cielo con la tierra. Pero no alcanzó para dar fuerza a las calles. Eran corredores de polvo y sal mojadas que impedían el pasaje deslizado. Para aquietar su aliento turbio hubo que traer del desierto a los animales viejos, a los caracoles y otras bestias antes submarinas, endurecidas por los milenios, resecas desde que el mar abandonó su arena. Nunca se pensó que esos fósiles fueran solamente piedras. Si las otras rocas de la ciudad participaban de las cualidades del cielo, con más razón estos animales que a pesar de su quietismo vivían seguramente una vida paralela, invisible como los nuestros que inexpertos se detienen en la orilla de la piedra. Los fósiles fueron puestos en las calles por los primeros habitantes de Mogador como quien da habitación a sus nuevos animales.

IX
Más allá de la orilla

Pero el vuelo de las rocas en la calle, por supuesto, demoraba; y ese retraso era la extensión de un aliento suspendido, el hueco húmedo y frágil por el que yo avanzaba en Mogador. Demorándome en la demora de las piedras trazaba la grieta indispensable para entrar en la ciudad oculta tras su leyenda impronunciable y su ejército de temores ahuyentando al mundo. Me parecía que los callejones estaban a punto de romperse en tres mil vuelos y disputarse con las gaviotas la nube permanente y fragmentada sobre el puerto. Era tal vez una especie de señal para el deslizamiento oportuno: la distracción de un guardián inexistente.

X
Furia quieta

Las piedras que son estos animales tenían un humor diferente en otros tiempos. Eran apacibles hasta en las noches de tormenta. No respondían con gruñidos, como ahora, a la carrera de los niños. Cuando menos se espera rugen presintiendo el mal clima y se levantaban furiosas a lo largo de la calle como si fueran escamas en el lomo de una larga serpiente exasperada. Como las piedras siempre atormentan a la ciudad antes de que la verdadera tormenta se establezca en el aire, se ha llegado a pensar que el humor del firmamento es un reflejo retrasado del ánimo de las piedras. Los truenos y los relámpagos son entonces eco inconforme de los temblores, giros y rumores de los adoquines fósiles. El paso de las nubes es la imagen lenta de los caminantes sobre esta calle movediza.

XI
Conversación de dudas

Las voces dispersas en la voz del viento seguían profetizando a las calles un renacimiento: su segura salvación en el empedrado del cielo. Tras esa extraña mentira que pulí sonriendo pude oír el viento y al mismo tiempo aprisionar bajo mis suelas los últimos soplidos de su profecía. Me deslizaba en el caudal secreto donde la voz de mis pasos saludaba a la del aire y esa conversación lenta y vagabunda acompañaba, hecha sombra, mis titubeos.

XII
La inaccesible

Me acercaba a ti sin saberlo. Antes de la medianoche ya habría visitado tu más profunda ciudad y laberinto: encontraría en tu luz un hueco, un mar en el viento, un eco antes del ruido. Me hablarías, con la lengua fugaz de un tiempo roto, de las alas de la calle, de la vida de las piedras más allá de sus orillas. Pero en ese instante, a las doce, estando con certeza en ti, en tus mareas, fuiste al mismo tiempo furia quieta, conversación de dudas: la inaccesible.

Alberto Ruy Sánchez.
La inaccesible, Taller Martín Pescador, Tacámbaro Michoacán, 1990.
Tomado del site del autor.


Para mayor información sobre el autor y su obra:

www.albertoruysanchez.com

miércoles, marzo 22, 2006


Chabela


¡Por fin! ¡La conocí! Al menos la vi en persona; sólo hizo falta quizá tomar una foto para el recuerdo. Pero es que hay momentos y personas que son mejor atesorarlas en la memoria, porque así lo piden. Y preferí que se quedara en mí y mi recuerdo: la magia que transmite Isabel Madow así lo exige. Me explicaré...

Anunciada su presencia en la grabación de un programa de televisión y que era además posible entrar, fue encontrar la oportunidad largamente esperada. Así que no importó el traslado y la espera que fuera necesaria para conocerla. Ni la mala sensación al conocer al anfitrión que salió, no se puede negar, a saludar a cada uno de nosotros los invitados. Pienso que fue no sólo mutuo sino lógico: una mujer, no, el simulacro de una mujer que no me conoce pero me adivina, se interpone; como ya alguna vez lo había sospechado.

Finalmente después de una larga espera de más de una hora y quizás otro tanto de oír al grupo musical invitado; y del consecuente acondicionamiento del pequeño escenario; y otras demoras menores, salió de su escondite para brillar con luz propia. Porque esto es lo que hace Isabel Madow cuando está bajo la luz de los reflectores; pero descubrí que también sucede cuando está fuera: es más, creo que fuera de cámaras, luce aún más. Helo ahí el encanto que transmite tanto en pantalla como en el papel, lo hace porque es una parte fundamental de su persona, que surge de manera natural. Y no pude dejar de pensar inmediatamente en Marilyn Monroe; así debió ser estar al lado del mito que construyó Norma Jean. Fue una sorpresa encontrarme con una mujer en toda la extensión de la palabra y con todo lo que ello implica; pero también una persona sencilla y algo tímida, a la que le sigue imponiendo estar frente a tanta gente y ante el escrutinio del lente de la cámara que todo lo nota y magnifica.

El goce que implica tanto ver como escuchar a Isabel Madow es algo que, sin duda, si eres admirador suyo y tienes la oportunidad, no puedes dejar pasar; está mas allá de las palabras y las imágenes, únicamente estando frente a frente, se explica por sí mismo.

martes, marzo 21, 2006



Jaime Sabines

1926-1999

Für Ulrikke,
meine liebe freundin,
meine freude.

El 19 de marzo de este año el poeta y maestro de vida Jaime Sabines cumplió siete años de no sufrir más, como él mismo decía, de todo lo que la vida ofrece; tanto bueno como malo. Siete como podríamos decir ocho; demasiado tiempo sin la presencia física, sin saber que el hombre que aprendió y nos enseñó tanto de los silencios, de la vida y de la muerte, estaba entre nosotros. He de confesar que a Sabines lo conocí más bien tarde; aunque escucho dentro de mí una voz de timbre conocido y querido, que me dice “a tiempo”. Por allá de 1991 o 1992, mi padre nos llevó a madre, hermano y a mí, al palacio de Bellas Artes a un homenaje lírico-musical organizado por el gobierno del estado de Veracruz para el flaco de oro, Agustín Lara. Ahí entre las canciones que me eran tan familiares escuché en voz del declamador por vez primera el poema Los Amorosos. Mucho tiempo tendría que pasar todavía para tener entre mis manos el libro de poesías que tanto significó, que tanto significa.

Historia de un libro
Seis o siete años después en una librería de Coyoacán, indeciso y sin una idea previa de qué libro escoger, me encontré con el pequeño libro azul de Sabines; no tuve que pensarlo demasiado, el recuerdo de aquella primera impresión de su poesía y el deseo de compartirlo con mi amiga fueron razón suficiente. Pero para que esto último sucediera, tendríamos que esperar tanto ella como yo mi regreso de un viaje tampoco planeado; sin embargo la voz del poeta chiapaneco me acompaño, me enseño otra manera de ver y entender al mundo; de conocerse y conocer a los demás, en fin, de compartir, que es lo que significa cualquier viaje. En las horas de angustia compartida, la voz de Sabines fue lapidaria pero esclarecedora; en las de dicha y goce compartido, celebrante y cómplice por los gustos y las alegrías finalmente alcanzadas... y también anuncio, advertencia del, porvenir. Finalmente después del viaje de los descubrimientos, mi libro que llegó a ser nuestro, cambió de manos; pero provocó, sin yo decirlo, que a mi alrededor también leyeran, se encontrasen ellos mismos en las palabras del poeta.

La muerte
Poco después y en un día en que no veía nada, asistí al homenaje que la Universidad Nacional Autónoma de México dedicara al poeta. Fui de los privilegiados que sí logramos entrar al coro y demás lugares de la sala Netzahualcóyotl; en ese por tantos motivos borroso día, parecía que todos confluíamos hacia el recinto, porque recuerdo que la facultad se empezó a vaciar poco antes de la hora acordada y que por todos lados la gente caminaba rumbo al encuentro. Mas tarde me enteré que fue tal la afluencia, que las salas aledañas televisaron el encuentro y que aun así hubo muchos que no alcanzaron lugar. De esa vez, recuerdo que el poeta conmovido leyó por más de una hora en su silla de ruedas y que a cada verso nuevos significados lo revestían, nuevas sensaciones recién vividas le acompañaban; éramos otros, somos otros en la cercanía de la voz de Sabines.

Y entonces un día finalmente la muerte alcanzó a Jaime; qué desolación al enterarse; qué vacío de no saberlo cercano, vivo, aquí entre nosotros; qué injusticia no verlo más y que otros se quedaran. Darnos cuenta que nos haría falta, como si fuera nuestro abuelo o tío; esto sentimos muchos, que era una parte tan importante de nosotros, como alguien de nuestra familia: Todos los que se volcaron a rendirle último homenaje, a acompañarlo a esa soledad de la muerte.

Finalmente, me hice mucho tiempo después de otro libro suyo. Y aunque también ése cambió de manos, siento que fue lo mejor, porque habita -espero- en el corazón de alguien mas, cercano a mi, como el mismo Jaime. Sirva esto, como sencillo homenaje a una vida que cambió no sólo mi vida, sino la de muchos cercanos a mí, y tantos otros, muchos mas que no conozco, pero que nos reconocemos en la sabiduría del poeta Jaime Sabines.

lunes, marzo 20, 2006



La metáfora


El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo, que gaviota del odio, halcón de la sangre, cisne sangriento o cisne rojo, significan el cuervo; y techo de la ballena o cadena de las islas, el mar; y la casa de los dientes, la boca. Entretejidas en le verso y llevadas por él, estas metáforas deparan (o depararon) un asombro agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y las juzgamos laboriosas e inútiles. He comprobado que igual cosa ocurre con las figuras del simbolismo y del marinismo.

De «frialdad íntima» y de «poco ingeniosa ingeniosidad» pudo acusar Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ab absurdum de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas de Islandia.

En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda metáfora surge de la intuición de una analogía entre cosas disímiles; Middleton Murry exige que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries of the mind, II, 4). Aristóteles, como se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso mental, que no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede impresionar (cisne rojo, halcón de la sangre), pero nada revelan o comunican. Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata. Parejamente, el gramático Licofronte llamó león de la triple noche al dios Hércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase es memorable, allende la interpretación de los glosadores, pero no ejerce la función que prescribe Aristóteles1.


En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil Seres. Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte. Enunciados así, estos grupos son meras trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos.

En el Antiguo Testamento se lee (I Reyes 2:10): Y David durmió con sus padres y fue enterrado en la ciudad de David. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros del Danubio rezaban: Duermo; luego vuelvo a remar2. Hermano de la Muerte dijo del sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son testimonio, según Lessing. Mono de la muerte (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm, que escribió asimismo: La muerte es la primera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso… Sueño de la tierra le dijo a al muerte, Vigny; viejo sillón de hamaca (old racking-chair) le dicen en los blues a la muerte; ésta viene a ser el último sueño, la última siesta, de los negros. Schopenhauer, en su obra, repite la ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas líneas: Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte (Welt as Wille, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: Morir, dormir, tal vez soñar, y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte.


Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí algunos ejemplos. Yo soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles, dice en el Cantar de los Cantares la sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta «rama» de los Mabinogion de Gales, un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un hechicero, «por medio de conjuros y de la ilusión, la hace con las flores del roble y con las flores de la retama y con las flores de la ulmaria». En al quinta «aventura» del Nibelungenlied, Sigfrid ve a Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla con el color de las rosas. Arisoto, inspirado por Catulo, compara la doncella a una flor secreta (Orlando, I, 42); en le jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los amantes a no dejar que esa flor se marchite (Gerusalemme, XVI, 13-15). A fines del siglo X, Malherbe quiere consolar a un amigo de la muerte de su hija y en su consuelo están las famosas palabras: Et, rose, elle, a vécu ce que vivent les roses. Shakespeare, en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor que está ausente (Sonnets, XVIII). Dios, haciendo rosas, hizo mi cara, dice la reina de Samotracia en una página de Swinburne. Este censo podría parecer no tener fin3; básteme recordar aquella escena de Weir of Hermiston –el último libro de Stevenson– en que el héroe quiere saber si en Cristiana hay un alma «o si no es otra cosa que un animal del color de las flores».


Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado; a veces la unidad esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Quién, a priori, sospecharía que «sillón de hamaca» y «David durmió con sus padres» proceden de una misma raíz?

El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar esas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en las palabras, el curioso verso en que Dante (Purgatorio, I, 13), para definir el cielo oriental invoca una piedra oriental, una piedra límpida en cuyo nombre está, por venturoso azar, el Oriente: Dolce color d’oriental zaffiro es, más allá de cualquier duda, admirable; no así el de Góngora (Soledad, I, 6): En campos de zafiros pace estrellas que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis4.

Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran.

Jorge Luis Borges.
La metáfora, en Historia de la eternidad,Alianza Editorial, 2001.

1 Digo lo mismo de «águila de tres alas», que es nombre metafórico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A Literary History of Persia, III, 262).


2 También se guarda la plegaria final de los marineros fenicios: «Madre de Cartago, devuelvo el remo». A juzgar por monedas del siglo II de Jesucristo, debemos entender Sidón por Madre de Cartago.


3 También está con delicadeza la imagen en los famosos versos de Milton (P.L. IV, 268-271) sobre el rapto de Proserpina, y son estos de Darío:

Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.


4 Ambos versos derivan de la Escritura. «Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno» (Éxodo, 24;10).