Quiero relatar el misterio de los tigres. Todo sucedió durante mi encuentro con la joven pareja de doctores que se hacía cargo de la investigación en la ciudad de Petra, en la actual Jordania. Caminábamos los tres por el medio de la avenida principal que cruza la ciudad desértica, cuando en cierto momento nuestra discusión derivó hacia la manera en que se transmite el nombre de la divinidad titular en las antiguas civilizaciones. Han pasado más de sesenta años del suceso y por eso no recuerdo ahora quién trajo a colación al dios hebreo, quien gusta del intercambio de las letras que conforman sus muchos nombres a la hora de ponerlos por escrito. Sesenta años y nadie ha podido decirnos algo que aclare algo este misterio. Pero divago. Siempre me ha apasionado esa peculiaridad de la sociedad hebrea, quien desde un principio y como tantas otras culturas, creía que quien conoce el nombre de alguien, puede convertirse en su dueño, o al menos tratar. Uno de mis interlocutores comparó el uso del nombre divino en la biblia hebrea al uso en el evangelio del nombre del hijo de dios. El otro mencionó que a partir de entonces conocemos hasta cierto grado el rostro de la divinidad; no así gracias a la iconografía artística, sino simplemente porque en aquel momento hubo testigos que vieron la cara de Jesús. Rodeados por aquellos valles rocosos y llenos de construcciones varias veces milenarias, la emoción me embargó al enumerarles las veces que en el relato original en hebreo o arameo, se menciona a alguien que pudiendo ver el rostro de Dios, decidió mirar hacía otro lado: pudor y también temor a la ira divina; eterno terror a la destrucción total al tratar de traspasar el velo donde se esconde siempre algo más poderoso que nosotros. De ahí la idea de ocultarlo, separarlo, incluso con un delgado velo epifánico. Pero, como éramos gente de ciencia, argüimos que no había descripciones contemporáneas del aspecto del hijo del hombre.
Para entonces habíamos llegado al lugar de nuestro mutuo interés: el atrio de una iglesia cuyo origen podía trazarse no sólo al románico temprano, sino al prerrománico. Era ésta una estructura que podía datarse por lo menos en un par de milenios antes del presente, si se probara que el sitio se había utilizado por las culturas originales que se habían desarrollado ahí, antes de la temprana llegada del cristianismo. Precisamente a eso se dedicaba la joven pareja de doctores: a tratar de establecer el quién y cuándo. Claramente el paso del tiempo había ido modificando el aspecto de la estructura primigenia. Por ejemplo, ahora ya no tenía la antigua planta basilical, era más bien un conjunto heterogéneo donde predominaba lo barroco; aunque uno podía encontrar también partes tan recientes como el neobarroco. Fue entonces cuando nuestro joven anfitrión dijo que como algo especial, único, podíamos entrar… comprendimos inmediatamente que no se refería al templo actual sino a la parte más antigua del edificio: el artístico subterráneo ahora, que en el origen había sido utilizado como catacumbas. Casi como escolares nos dirigimos a la entrada, pues sabíamos muy bien no sólo dónde estaba el acceso principal moderno, sino también la entrada del entonces cementerio. El eminente lugar estaba situado ahora hacia el centro pero, un poco hacía el costado derecho viniendo de la puerta principal. Cuando la cruzamos, dejamos atrás un grupo muy numeroso de turistas que iba encabezado por un hombre joven quien sostenía una sombrilla con los colore de la bandera italiana. Para alcanzar el sitio tuvimos que bajar un par de decenas de escalones. El antiguo sótano estaba ahora expuesto: por fuera lucía como una habitación barroca, pintada en color verde pastel y blanco. Creo que éste era el único lugar decorado modestamente; el resto era de una exuberancia rococó. A la entrada misma, de color blanco, alguien nos esperaba para introducirnos e informarnos que dispondríamos de un minuto exactamente una vez dentro. Encendimos nuestras cámaras y entramos. Tuvimos que utilizar el flash porque el lugar era demasiado oscuro, casi negro, aunque con la luz se asemejaba al marrón. Más que pintado, el único muro que protegía la habitación verde, estaba grabado. Sobre la pared se distinguían todavía partes del viejo color original sobre el fondo pardo. Era la representación de un juicio final lo que teníamos enfrente, basado en el apocalipsis de San Juan.
Cuando transcurrido el minuto, salimos, nuestro anfitrión cerró con llave el lugar y nos preguntó (a ella y a mí) si habíamos notado los tigres: la hilera de tigres que adornaba la parte media del muro. Como tantas otras veces, con la excitación de estar en un lugar único y teniendo la cámara entre las manos, creo que ninguno de los dos notamos el grupo de fieras en línea a los pies del pantocrátor. Encendimos nuevamente la cámara para verificarlo a través de la pequeña pantalla posterior y efectivamente, haciendo zoom, ahí estaba la fila de tigres; uno detrás del otro, con las fauces abiertas y las colas extendidas, casi tocándose. Como en las estelas babilonias o egipcias donde aparecen leones, estos tigres casi se tocaban entre sí; también estaban representados de perfil y aún en el granito erosionado, que alguna vez tuvo color, los felinos estaban atravesados por líneas y no tenían melena. Eran tigres. Aunque sabíamos que estaban ahí detrás de la puerta, no podía ser, era absurdo, porque en el último libro del nuevo testamento no se menciona ni una sola vez al tigre. Al final era obvio que en algún momento de los veinte siglos de existencia del cristianismo, alguien había modificado, alterado el libro inalterable, imposible de editar. Dónde, cómo y por qué aparecían los tigres en la narración original, es algo que ahora es imposible de dilucidar. Claro está, si alguna vez existió una versión original del texto. La ingenuidad del hombre no conoce límites y ahora en el laberinto del tiempo, mi memoria (mi sueño) es el único lugar donde sobrevive el antiguo mural.
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