sábado, febrero 04, 2012

Janto y Balio

[…] Los caballos del Eácida estaban lejos de la lucha,
llorando desde que se habían enterado de que su auriga
había caído en el polvo a manos del homicida Héctor.
Por más que Automedonte, el fornido hijo de Diores,
los picaba una y otra vez azotándolos con la veloz fusta
y les hablaba con muchas zalamerías y muchos dicterios,
ni querían regresar a las naves, al espacioso Helesponto,
ni querían entrar en el combate en pos de los aqueos,
sino que como inmóvil permanece la estela que sobre la tumba
de un hombre fallecido o sobre la de una mujer se yergue,
así permanecían imperturbables con el carro, de bello contorno,
desde que fijaron las cabezas en el suelo. Lágrimas
cálidas que caían al suelo rodaban por sus párpados llorando
de añoranza por su auriga, y se iban ensuciando la lozana crin,
que caía de la almohadilla a lo largo de las caras del yugo.
    Al ver el duelo de ambos, el Cronión se compadeció
y, meneando la cabeza, dijo a su propio ánimo:
    «¡Infelices! ¿Por qué os entregamos al soberano Peleo,
un mortal, siendo los dos incólumes a la vejez y a la muerte?
¿Acaso para padecer dolores entre los desgraciados hombres?
Pues nada hay sin duda más mísero que el hombre
de todo cuanto camina y respira sobre la tierra. […]»

Homero, Ilíada, XVII, 426-447.

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