lunes, noviembre 20, 2006


Desde un claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.

Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas.

Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó en una carta extensa y ardiente, interpolada con poemas juveniles.

Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresurado. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.

Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.

En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.

Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas.

A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, el pie de su altar.

Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.

Juan José Arreola, La canción de Peronelle.



De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto. El maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno, nos puso de modelo el uno al otro.

Dominando mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los dieciocho años un maestro de pintura. A su vez, Salaino me retrató con el ridículo bonete y con el aire de campesino recién llegado de San Sepolcro. El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de dibujar. Decía: “Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa”. Y luego, dirigiéndose a mí: “Tú sigues creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza”.

Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo: “Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos sombríos son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta es la belleza”. Y luego, con un guiño: “Acabemos con ella”. Y en poco tiempo, dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y sombras, hizo de memoria ante mis ojos maravillados, el retrato de Gioia. Los mismos ojos oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa.

Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a reír de manera extraña. “Hemos acabado con la belleza”, dijo. “Ya no queda sino esta infame caricatura”. Sin comprender, yo seguía contemplando aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé inmóvil de estupor. Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. “¡Anda, pronto, salva a tu señora del fuego!” Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de Gioia entre las llamas.

Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro.

Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor, y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un un gran pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la belleza.

Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos ineptas.

La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche.

Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a perderme en el olvido de los hombres.

Juan José Arreola, El discípulo.


jueves, noviembre 16, 2006


Apareció en el umbral de la puerta y lo llenó por completo. Ha venido como todos los días a decir que se va a trabajar y a darme el beso que desde siempre (tiene que ser desde siempre porque ya no recuerdo un tiempo anterior sin el) me da todas las mañanas. Lo escucho, pero esta mañana en que el sol se cuela por mi ventana, lo hago sin demasiada atención: panzón de mierda, como si no supiera que te sigues acostando con cuanta vieja se te cruza por ahí. Pero no es esto lo que me hace sentir ajena; este preciso día me duele mucho más que nunca. Creo que este año no cargo los peregrinos. Cómo extrañaré mi casa azul… pero ni por eso regresaría. Con una chingada si hay que volver a esta porquería de mundo. No sé como o con quién tendría que arreglarme, pero no volveré. Ya lo verán.


Cuando pienso en que todo lo soportado es quizá por alguna razón que no alcanzo a comprender, que ha sido para expresar a través de la pintura lo que sentía, pensaba, deseaba. Lo peor es que por dejar el alma en esos lienzos no me han retribuido lo que, creía, sería justo: siempre andar persiguiendo lo necesario para subsistir. Y no estoy muy segura de que alguien verdaderamente haya comprendido. Quién sabe, algún día, mi obra será estimada, valorada en su apropiado lugar y quiza hasta se pelearán por ella… pude ser, pero para entonces aunque yo estaré todavía aquí en Coyoacán, no podré verlo; ni disfrutarlo.

Miranda entró como cada año al museo que tanto le gustaba. Le quedaba poco a sus vacaciones, pero no quería irse sin visitarlo también esta vez, sobre todo después de la tan traída y llevada película del verano anterior la cual le había fascinado. El cielo eternamente gris le había dado una tregua esa tibia mañana de un raro día de verano, así que recorrió lentamente las pocas salas del museo que ahora le pareció mas pequeño. Pero esta ocasión cada pintura habló a su corazón llegando hasta la última fibra de su ser, ¿o este preciso día se sentía justamente como la autora? Bueno no exactamente como ella, después de todo Miranda gozaba de buena salud. Pero a pesar de su contrastante salud pudo dejarse robar el alma mientras se sumergía en cada lienzo que aparecía ante ella. Los últimos días había aumentado su ansiedad, quería que el tiempo pasara lo más rápido posible, que volara, para estar nuevamente en su hogar. Aunque igualmente pesaba la incertidumbre de lo que sería en adelante su vida; las múltiples barreras a las que tendría que enfrentarse ahora; la desazón de la vida cotidiana tan llena de alegrías pero con todas sus sombras que nunca desaparecen. Extrañaba mucho a su novio, el cual la extrañaba y la celaba más, pues era demasiado dos meses cuando ella decía, no es tan malo tomar vacaciones. Por esta y otras razones que se me escapan, Miranda sintió cada espina que vio en óleo, absorbió el aroma de cada sandía el cual detestaba más que nada (por qué no puede oler como las piñas y los mangos), y se acercó demasiado, incluso para ella, a la muerte retratada en calaveras. Quedó abrumada porque entonces entendió, por primera vez, todo lo que la pintora había pensado en su última tarde, antes de beberse todo lo que pudo para no regresar nunca más.

Y estoy yo, con quien ha soñado Miranda esta tibia mañana en un extraño día de verano, y que desde todos los siglos ha comprendido sus eternos silencios, sus largos ratos acompañados por la soledad, sus horas oscuras. La miro salir conmovida del museo y me mira, pero al tratar de llamarla no me escucha: no puedo hablar porque mi voz se la lleva el viento que súbitamente ha comenzado a soplar y a nublar este sol no esperado. Miranda no me reconoce y así repentinamente como aparecí yo en este sueño que tienes, se transforma y elevándose se va hacia el blanco norte.


Friducia.

sábado, noviembre 11, 2006



Sobre la hierba del prado danza la musa de Aristóteles. El viejo filósofo vuelve de vez en cuando la cabeza y contempla un momento el cuerpo juvenil y nacarado. Sus manos dejan caer hasta el suelo el crujiente rollo de papiro, mientras la sangre corre veloz y encendida a través de su cuerpo ruinoso. La musa sigue danzando en la pradera y desarrolla ante sus ojos un complicado argumento de líneas y de ritmos.

Aristóteles piensa en el cuerpo de una muchacha, esclava en el mercado de Estagira, que él no pudo comprar. Recuerda también que desde entonces ninguna otra mujer ha turbado su mente. Pero ahora, cuando ya su espalda se dobla al peso de la edad y sus ojos comienzan a llenarse de sombra, la musa Armonía viene a quitarle el sosiego. En vano opone a su belleza frías meditaciones; ella vuelve siempre y recomienza la danza ingrávida y ardiente.

De nada sirve que Aristóteles cierre la ventana y alumbre su escritura con una tenue lámpara de aceite: Armonía sigue danzando en su cerebro y desordena el curso sereno del pensamiento, que se jaspea de sombra y luz como una agua revuelta.

Las palabras que escribe pierden la gravedad tranquila de la prosa dialéctica y se rompen en yambos sonoros. Vuelven a su memoria, en alas de un viento recóndito, los giros de su dialecto juvenil, vigorosos y cargados de aromas campesinos.

Aristóteles abandona el trabajo y sale al jardín, abierto como una gran flor que el día primaveral abastece de esplendores. Respira profundamente el perfume de las rosas y baña su viejo rostro en la frescura del agua matinal.

La musa Armonía danza frente a él, haciendo y deshaciendo su friso inacabable, su laberinto de formas fugitivas donde la razón humana se extravía. De pronto, con agilidad imprevista, Aristóteles se echa en pos de la mujer, que huye, casi alada, y se pierde en el boscaje.

Vuelve el filósofo a la celda, extenuado y vergonzoso. Apoya la cabeza en sus manos y llora en silencio el don de juventud. Cuando mira de nuevo a la ventana, la musa reanuda su danza interrumpida. Bruscamente, Aristóteles decide escribir un tratado que destruya la danza de Armonía, descomponiéndola en todas sus actitudes y en todos sus ritmos. Humillado, acepta el verso como una condición ineludible, y comienza a redactar su obra maestra, el tratado De Armonía, que ardió en la hoguera de Omar.

Durante el tiempo que tardó en componerlo, la musa danzaba para él. Al escribir el último verso, la visión se deshizo y el alma del filósofo reposó para siempre, libre del agudo aguijón de la belleza.

Pero una noche Aristóteles soñó que caminaba en la hierba a cuatro pies, bajo la primavera griega, y que la musa cabalgaba sobre él. Y al día siguiente escribió al comienzo de su manuscrito estas palabras: Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.

Juan José Arreola, El lay de Aristóteles.